Yo fui mi propio rastreador
Se encerraron en casa tras contagiarse y se pusieron ellos mismos a buscar a las personas que pudieron haber infectado
Olalla Tuñas quedó con una amiga para tomar una cerveza en ese “lugar mágico” que es la terraza de un bar, donde nada puede ocurrir y todo es seguro. Un espacio libre de covid-19. Pero resulta que su amiga estaba contagiada y ella corrió la misma suerte días después. Tuñas dedicó las siguientes horas a repasar con quién había estado en contacto desde el encuentro en la terraza hasta que se sintió enferma y se aisló en casa convencida de que el virus se había instalado en su cuerpo. Ya que las autoridades no daban abasto, ella sería su propia rastreadora.
Los rastreadores de atención primaria, según los expertos, son una pieza clave para frenar la expansión de los contagios. Madrid prometió contratar esta figura, como prometió reforzar primaria, para avanzar en la desescalada. Jamás lo hizo. La comunidad entró a la llamada nueva normalidad con 142 rastreadores y 40 personas en el CAP (el Centro de Atención Personalizada, compuesto por personas que hacen el seguimiento telefónico de los contactos estrechos de los positivos). A finales de julio, el día 24, cuando ya la curva volvía a ser ascendente y los brotes se multiplicaban, el consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero, reconoció en la primera rueda de prensa ofrecida tras cuatro meses de pandemia que la región seguía en la misma cifra, 142, un rastreador por cada 47.080 habitantes, cuando la horquilla más óptima según el baremo internacional es uno por cada 5.500.
Solo entonces el Ejecutivo de Díaz Ayuso comenzó una búsqueda urgente de estos especialistas: por los Ayuntamientos, entre los universitarios ofreciendo un contrato no remunerado y en la privada: con Quirón acabó contratando el 10 de agosto a 22 nuevos rastreadores por 194.000 euros. En agosto siguieron en esa búsqueda. Ya en septiembre, Antonio Zapatero, viceconsejero de Sanidad y el encargado del plan covid-19 de la autonomía, cifró al personal de salud pública en 795, sin desglosar cuántos de ellos eran especialistas dedicados al rastreo y cuántos al CAP. Era el 8 de ese mes. Este viernes, Ruiz Escudero dio un nuevo número aproximado: “por encima de 800”, también sin desglosar categorías. Y aseguró que llegarían hasta los 1.100 para finales de mes y hasta los 1.500 en octubre.
“Son sentimientos [de culpa] con los que tienes que lidiar, y no siempre es fácil. Me queda la satisfacción de haber hecho todo lo que estaba en mi mano para tratar de contener la pandemia”Olalla Tuñas, vecina de Madrid, sobre el rastreo que hizo tras su positivo en covid
La realidad es que, por número, esta no ha sido una herramienta eficaz para frenar la expansión del virus. Con zonas con más de 1.000 afectados por 100.000 habitantes, una cifra alarmante, no hay suficientes rastreadores para monitorear todos los casos. Le ocurrió a Tuñas, que pese a su infección no recibió la llamada de los encargados de seguir su rastro, en parte porque los resultados de su PCR tardaron seis días. Demasiado tarde. Fue ella la que, al presentar síntomas claros, avisó a su pareja; a su suegro, con el que había estado almorzando, y a unos nuevos vecinos de su edificio a los que salió a dar la bienvenida. Además, avisó en el trabajo y a amigos y familiares.
A medida que ampliaba el círculo las preguntas se amontonaban. ¿Qué hacías en una terraza sin mascarilla? Es más, si estaba en Galicia, ¿cómo se le ocurrió volver a Madrid, la boca del lobo? Una amiga farmacéutica, ante el silencio de la Administración, se ocupó de hacerle el seguimiento. Cuando se levantaba por las mañanas tenía el WhatsApp colapsado de mensajes. Tuñas empezó a cuestionarse a sí misma, ¿a quién habría contagiado sin saberlo? ¿A la camarera que los atendió? ¿A una señora con la que se cruzó que paseaba un perro? ¿A un repartidor, un cartero? Por momentos sintió el aguijonazo de la culpa. “Son sentimientos con los que tienes que lidiar, y no siempre es fácil. Me queda la satisfacción de haber hecho todo lo que estaba en mi mano para tratar de contener la pandemia”, explica Tuñas. Una semana después recibió una llamada de los rastreadores de la Comunidad de Madrid. La respuesta le salió del alma: “A buenas horas”.
Hay gente que se anticipa al momento de un posible contagio. Les bastaría con abrir la agenda donde llevan todo apuntado. El fotógrafo y periodista Moeh Atitar, de 38 años, tiene un familiar enfermo, inmunodeprimido. Por sistema anota desde hace mes y medio el nombre de sus contactos, limitados al mínimo. Seis personas dentro del círculo familiar, ocho fuera y unos 20 del ámbito profesional. “Como no te hagas tú el rastreo, nadie te lo hace”, cuenta. Eleonora Giovio, también periodista, de 41 años, deja por escrito sus encuentros con gente que duren más de 15 minutos. “Viernes, 7 de agosto, casa Amaya 2 horas”, se lee en su agenda de tapas negras. Anota los autobuses que coge y el número de los Uber en los que viaja. “Quizá exagero pero prefiero ser precavida y apuntar de más que de menos”, dice. Igual de detallista es el escritor argentino Diego Fonseca, afincado en Barcelona. En su cuaderno dibuja el mapa de asientos de los aviones en los que viaja y la localización del resto de pasajeros a su alrededor, en el caso de que hubiera que dar aviso a la compañía.
Eduardo Fernández tuvo que hacer ese repaso mental porque no llevaba nada anotado. Es autónomo y tiene 25 años. Una amiga le contó que era positivo y se puso nervioso porque vive con su madre. Estuvo llamando tres horas al centro de salud, sin éxito, así que decidió acudir presencialmente. Le hicieron una PCR al día siguiente y le confirmaron el positivo: “El médico solo me comentó que me llamarían al cabo de unos días, pero no me pidió ninguna lista de contactos”.
Él mismo tuvo que avisar a su empresa y también escribió a los amigos con los que había estado durante la última semana, porque tampoco estaba seguro desde cuándo tenía que comenzar el rastreo. “Si estuve con cinco o seis personas en una terraza avisé a los dos más cercanos y el resto lo hablaban entre ellos”, señala.
A Eduardo se le pasó por la cabeza no contar que tenía el coronavirus: “Al ver que estaba sin síntomas pensé en hacerme el loco, pero más que nada porque soy autónomo y me daba miedo quedarme sin trabajo. Pero luego entré en razón, porque podía ser peligroso para otros, sobre todo los que viven con personas mayores”. Confiesa además que ha oído historias de otros grupos de jóvenes en donde se enfadan con la persona positiva, pero para Eduardo todos somos responsables: “Si no quieres contagiarte no salgas de casa, es lo que hay”.
A menudo, cuando alguien presenta síntomas, su círculo le quita importancia. Jorge González, traductor de 28 años, se cansó de que le dijeran que no tenía nada, que lo suyo sería un constipado. Se preocupó por su familia, con la que había estado almorzando, sus amigos y sus compañeros de piso. Tenía tos, fiebre y dolor de cabeza. En el centro de salud no descolgaban el teléfono, así que fue a un laboratorio privado y pagó 140 euros por una prueba. Positivo.
Está convencido de que se contagió en el gimnasio, en una clase grupal. Una amiga que fue a la misma clase también dio positivo. No le quedó otra que informar a sus contactos, a todos los que se acordó. Hizo esfuerzos por no olvidarse de ninguno. Agotado por el esfuerzo y temeroso por la enfermedad, tomó paracetamol en cantidades industriales y se conectó a Netflix para ver unos dibujos, como cuando era niño, Avatar: la leyenda de Aang. Acabada su labor de rastreador, solo quería olvidar.
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