El pueblo donde no caben más muertos
El cementerio de San Martín de Valdeiglesias se colapsó durante la pandemia. El Ayuntamiento construye ahora más tumbas y una fosa común por el temor a una nueva oleada de muertes
Los cinco cadáveres aguardaban en los frigoríficos del tanatorio mientras una cuadrilla de obreros levantaba a toda prisa una fila de nichos en un hueco libre del cementerio. Los muertos esperaban el fin de las obras, como los matrimonios que se compran un apartamento sobre plano. Ocuparían su última morada en cuanto estuviera lista.
La pandemia de covid-19 que ha afectado al mundo en este 2020 ha colapsado cementerios como el de San Martín de Valdeiglesias, un pueblo de Madrid en el límite con Ávila. El Ayuntamiento tuvo que construir en abril, durante el pico de muertes, 24 cavidades verticales para acoger los restos de las víctimas del coronavirus. No quedaban tumbas vacías.
El pueblo entendió la magnitud de la tragedia cuando, de un día para otro, César desapareció de sus vidas. Era un hombre de 50 años con síndrome de Down muy querido por los vecinos. Podía a la vez ejercer de monaguillo durante la misa, tocar el tambor en la banda municipal y asistir en primera fila a un acto de la alcaldesa. Dicen que tenía el don de la ubicuidad. César cayó enfermo en marzo. Su madre, con la que dormía desde que nació, también se contagió. El 25 de ese mes murió la madre y a César le llegó la hora solo tres horas más tarde. Los sepultaron en la misma tumba tras una ceremonia discreta. En otras circunstancias, César hubiera tenido el entierro de un faraón.
Después, las muertes llegaron en cascada: 133 en una población de 8.500 habitantes. El 1,5% de los vecinos. Muchas ocurrieron en las tres residencias de ancianos y en dos centros especializados en discapacidad intelectual. Pero el virus también se propagó entre los residentes del casco histórico y acabó con la vida de algunos de los más mayores, alguno con más de 100 años de vida.
Al ocupar el cargo hace más de un año, Mercedes Zarzalejo cayó en la cuenta de que en el cementerio apenas quedaba espacio. La alcaldesa mandó construir en el verano de 2019 ocho sepulturas. En cada una cabían cinco ataúdes. “Con eso tiramos un par de años”, pensó. No imaginaba lo que estaba por venir. La propagación de un virus que se inició en el otro extremo del mundo dio al traste con sus previsiones. En poco tiempo se llenaron los sepulcros vacíos y las muertes no cesaban. Los obreros se tuvieron que emplear a fondo para construir una hilera de nichos en el menor tiempo posible. Los enterradores metieron ahí los primeros ataúdes cuando el cemento todavía estaba fresco.
Esa forma de entierro vertical, muy común en la ciudad, no tiene mucho predicamento en los pueblos. Al menos no en San Martín. Las autoridades municipales se encontraron al principio con el rechazo de las familias, que querían para los suyos una tumba en el suelo, como era costumbre. Algunos accedieron a ocupar un nicho, siempre y cuando pudieran trasladar los restos cuando hubiera un hueco en la tierra.
—Hubo un momento en que me obsesioné muchísimo—, cuenta la alcaldesa en su despacho. A principios de año quedaban un nicho y una tumba libres. Pero vino el covid y la gente empezó a morir. De repente teníamos féretros apilados en las neveras del tanatorio. Algo así no te deja dormir.
Para realizar una verdadera ampliación del cementerio, la alcaldesa necesita una subvención de la Comunidad de Madrid con la que levantar un muro de contención. Sin él, la tierra se removería y podría producirse un deslave. Los ataúdes surcarían la tierra como si se desplazasen por un río. Mientras se termina de concretar el papeleo para recabar esa ayuda, Zarzalejo ha construido ahora otros ocho sepulcros, el mismo número que hace un año. Para sufragar este gasto ha utilizado el dinero de las fiestas, el evento social más importante del lugar. Algunos la han acusado de invertir el dinero de la cultura en pompas fúnebres.
El cementerio tiene su vida propia. Las familias han estampado en los nichos el nombre y la fecha de defunción de las víctimas: 11-6-2020, 20-5-2020…
Una losa de mármol reviste el hormigón. Letras doradas en relieve. Sin embargo, hay otras sepulturas desnudas. Solo aparecen los nombres de pila de los difuntos garabateados sobre la mezcla, como Segismundo o Alexander. Eran residentes de un centro de la Comunidad de Madrid que aloja, en el final de sus vidas, a antiguos presos, toxicómanos, vagabundos y enfermos mentales. La gran mayoría muere sin contacto con sus familiares y cuando queda acreditado que nadie se hace cargo de sus restos el Ayuntamiento les brinda un entierro de caridad. Sus cadáveres fueron los que permanecieron más tiempo en los frigoríficos del tanatorio. A partir de ahora los cuerpos de los que mueran en esas circunstancias irán a parar a un lugar compartido. “Hemos aprobado en pleno construir una fosa común. Estamos en ello. Copié un modelo del Ayuntamiento de Madrid, donde también se ha hecho esto. Ahí cabrán 16”, explica la alcaldesa, de 44 años.
—SI tuviéramos otra oleada del virus no sé qué haríamos. Aquí no nos caben más muertos.
El cementerio ha alcanzado su cupo máximo porque no solo están enterrados los muertos sino porque también se guarda espacio con décadas de antelación para los que algún día también lo estarán. Durante un paseo por el lugar van apareciendo sepulcros de granito decorados con flores donde no hay alojado ningún ataúd. Están vacíos. En la inscripción pone, por ejemplo, Sánchez García, en referencia a una familia que ya ha comprado el trozo de terreno donde se enterrará. El detalle de las flores revela que algunos de ellos se compadecen a sí mismos por el cuerpo que algún día serán. La alcaldesa, de momento, ha prohibido esta práctica. Las familias que quieran comprar una tumba deberán presentar un cadáver.
La primera tumba de todo el cementerio es la de un tal Felicísimo. Su nombre está esculpido con todas las letras sobre una lápida de mármol. Es un lugar privilegiado, el de la entrada, el primero con el que se topa el visitante. Zona VIP. Pero resulta que Felicísimo está vivito y coleando. “Sí, lo estoy”, dice al otro lado del teléfono. Tiene 95 años. Fue párroco del pueblo (“sacerdote obrero dedicado a los pobres”, dice con orgullo) y desde 2004, cuando se retiró, vive en una residencia.
No fue idea suya la de colocar su nombre por adelantado en la tumba, dice que lo hicieron sus sustitutos. Con buena fe, entiende. Le incomoda un poco porque muchos de los que le conocieron durante su larga vida se pueden llevar a engaño y dar por hecho que ya no está entre nosotros. No sabe si ese es el motivo de que ya no le visite tanta gente, solo de vez en cuando algunos de sus antiguos alumnos y su exchófer, el que le llevaba y le traía cuando estaba en la flor de la vida. El vivo más célebre del cementerio propone una cita: “Visíteme cuando quiera”.
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