Los trabajadores de la nueva frontera invisible de Madrid: “¿Y si hubieran confinado solo las zonas pudientes?”
Los empleados que se mueven por trabajo a otras zonas de Madrid sin restricciones dudan de las medidas para frenar la segunda ola
Llegó el día en el que los trabajadores de los barrios confinados de Madrid cruzaron la frontera invisible que las autoridades han levantado para tratar de frenar la pandemia. Después de coger el metro o el autobús, de repente, llegaban a un lugar de su misma ciudad, a veces a solo unos cientos de metros, donde la movilidad no está restringida. En los alrededores de su casa la policía puede pararlos, pero aquí, en su área de trabajo, tienen libertad de movimientos. Rafael, cartero de profesión, algo que salta a la vista viéndole recorrer una calle vestido de amarillo canario y arrastrando un carrito, enarca las cejas cuando se le pregunta por este día tan extraño.
Esta mañana salió de su casa en el barrio de La Elipa. Vive frente a la escultura del dragón. Esperaba encontrarse algún tipo de retén camino del barrio de Chamberí, un paso fronterizo, un check point. No se topó con nada. Le dio la sensación de que la realidad española convive en varios planos que, a veces, no convergen. Eso no ha hecho más que aumentar sus dudas. “Todo lo que nos ocurre es muy ambiguo, no hay certezas de nada. Los ciudadanos nos hemos quedado sin capacidad de entendimiento”, se explica mientras mete la correspondencia en los buzones.
Cree que se puede argumentar que el confinamiento por zonas es clasista. Pero también se puede argumentar lo contrario. ¿Y si hubieran confinado las zonas más pudientes y dejado libres las menos? Se podría esgrimir que a unos los protegen, mientras a los otros los mandan al matadero. “La injusticia ha existido siempre, no la ha traído la covid. Los que hemos crecido en un barrio llevamos esa reflexión y esa crítica hacia todo lo que nos ocurre. Somos muy conscientes de nuestro encaje en el mundo. Nunca vamos a tragar porque sí, vamos a cuestionarnos estas medidas”, continúa. Al instante, llama al telefonillo de un edificio. Contesta una mujer. Él dice:
-Soy el cartero, traigo un paquetito para Alicia Fernández.
La puerta se abre como por arte de magia. Carga al cuello una maquinita donde registra todas las entregas, solo con el nombre y el DNI, sin necesidad de una firma. El contacto humano se ha limitado. En la oscuridad del pasillo, un brillo le recorre los ojos: “Esta es la tercera guerra mundial que estábamos esperando. Ahora se muere de una manera no tan obvia”. El cartero con alma de filósofo sube las escaleras en busca de Alicia Fernández.
El día está lleno de preguntas porque hay más dudas que certezas. “¿No será que los de las zonas confinadas trabajamos más de cara al público y por eso nos contagiamos más? No le veo otra explicación”, cuestiona Martha Sánchez, de 38 años, dependienta de un local de comida preparada. Huele a nuevo porque acaban de abrir. Su jefe le redactó un permiso en Word que lleva en el móvil por si alguien la para de camino al barrio de Chamberí, pero tampoco se encontró con impedimentos. Ella dice que se cuida mucho, que en todo el fin de semana no ha pisado la calle, pero ve normal que se vaya a trabajar: “¿Nos vamos a un ERTE o al paro? ¿Y... cuando se acabe el paro? Hay que convivir con la enfermedad porque no se ha encontrado la vacuna, no nos queda otra”.
Las medidas afectan al 13% de la población madrileña (877.000 personas). María, una cuidadora de niños hondureña, entró esta mañana al Metro, como acostumbra entre semana. En los tornos se dio de bruces con la policía, que le pidió el salvoconducto de movilidad. Enseñó con mucho desparpajo un documento que le habían escrito los padres del niño de cuatro años que cuida. Los policías, en cuanto lo vieron, le dijeron que eso podría haberlo escrito ella misma, que necesitaba rellenar un documento oficial. Volvió a la calle, nerviosa porque no iba a llegar a la hora. ¿Qué hacer? Agarró un taxi. Obstáculo evitado.
A unos metros de ahí, el ruido ensordecedor de una taladradora. Un operario limpia todo lo que suelta esa máquina infernal. No es otro que Noe González, de origen dominicano. “Esto no vale para nada”, dice sobre las medidas. Si hay movilidad, razona, el virus andará de aquí para allá. “Yo mandaba a la cuarentena a todo el mundo”, decreta sin ambigüedades.
En el centro de todo, a 40 pasos de donde el presidente Pedro Sánchez y de la presidenta Isabel Díaz Ayuso se reunieron, hay un tipo de 48 años que huele el oro a distancia, como un guepardo a una gacela en la sabana. “Tengo buen olfato”, dice. El dominicano Fredy trabaja desde hace 10 años como hombre-anuncio en la Puerta del Sol. Enfundado en vaqueros, sudadera de manga larga roja y botas de montaña, lleva más protección encima que un todopoderoso jefe de Gobierno. Poca broma. Una gorra roja, unos guantes negros, una mascarilla de doble capa y, por si fuera poco, una máscara de metacrilato. Si el coronavirus osara entrar en su cuerpo, no sería por despiste, sino por empeño. “Lo que esta haciendo esta gente [con la decisión de limitar la movilidad] es una charlatanería”.
Fredy anda molesto con las decisiones políticas. “Esto no tiene ningún sentido, que no. Si uno coge el bicho en un punto y viene a otro, lo van a coger todos. Si quieren confinar, que confinen España entera y se acabó. Punto”. Fredy también anda cabreado porque no entiende cómo él sí puede venir a la Puerta del Sol a trabajar, pero luego no puede regresar a media tarde a pasear con su esposa y su hijo. Es uno de los miles de vallecanos afectados. Suena raro, pero así está plasmado. La estatua del oso y el madroño no existirá para miles de madrileños durante 14 días. Si a esto le sumas que se le ha escapado una señora con 200 gramos de oro en medallas, anillos y collares, la mañana va de mal en peor. “El dependiente le ofreció 7.350 euros y ella ha dicho que no”, observa con la mirada apuntando a una cafetería. “Y ahí está, sentada, desayunando”.
- Huele bien el oro.
- La gente te tira a la vista, tengo olfato. Son muchos años.
El centro de Madrid está raro. Vive en una contradicción. Se necesita un papel para que los trabajadores del extrarradio vengan al Barrio de las Letras a vender zapatos y, en cambio, luego no puedan regresar como clientes a comprarlos. “¿Cómo se maneja esto? Es lo ilógico”. Lina Llanes pasa el plumero por una zapatería de la calle de Atocha a media mañana. Vino de Venezuela hace tres años. Dice que le sorprendió el orden de Madrid. “Aquí parece que todo funciona”. Los españoles, en cambio, piensan todo lo contrario.
Llanes, con 28 años, estudió Economía. Anuncia, entre botines y deportivas, que las perspectivas no son nada buenas. Apenas se vende. No hay turistas. No hay trasiego. No hay dinero. Ella, mientras tanto, se mantiene informada. Lee varios diarios antes de dormir, en su piso de alquiler, en Carabanchel, con su marido. “Es publicista, pero también trabaja como empleado de otra tienda de zapatos”. Anoche recibieron una llamada inesperada. Unos familiares que viven en Portugal se asustaron al ver las noticias:
- ¿Mañana tenéis confinamiento?
- No, no es exactamente eso- les dijo.
Hoy lo tiene un poco más claro. “Qué difícil es explicar esto”.
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