El asfalto de la ciudad como pista deportiva
Centenares de aficionados al ‘skate’ buscan en Madrid espacios propicios para practicarlo. A veces encuentran parques destinados a ellos, otras se lanzan directamente a la calle
Donde cualquiera ve una calle normal, periférica, Dafne ve un reto. Esta chica de 22 años practica ‘skate’ desde hace cinco y el asfalto, con sus tribulaciones y sus elementos arquitectónicos, es una pista de ejercicios. Pega en ella los ruedines, que rechinan en cada truco, como se denomina en el argot a los saltos y las piruetas sobre ruedas. Lo considera un deporte, pero también una forma de vida: “Es como una droga. Te lanzas y ya no paras. Además, el patín tiene un plus de psicología: trasladas a él cómo estás mentalmente”.
Criada en Hortaleza, donde dio sus primeros pasos sobre la tabla, Dafne se mueve por la ciudad buscando esos componentes urbanos con los que practicar su adictiva afición. Los encuentra en rincones donde transcurre el día a día de la ciudad, como el paseo de Recoletos o la plaza de Santo Domingo, o en espacios dedicados exclusivamente a esta actividad, como el de Madrid Río y los de poblaciones adyacentes como Móstoles o Getafe.
Acude a menudo a Escombro, un ‘skatepark’ creado independientemente en 2014 por un grupo de voluntarios. Ellos han ido poniendo el dinero y los materiales para construir este rincón sin carteles ni reseñas en internet. Anteriormente, de ahí el nombre, era una escombrera enclavada en una isleta de la carretera de Extremadura. Se ha convertido en el paradigma de lo que se apoda DIY (Do It Yourself: hazlo tú mismo). “Es una referencia nacional”, cuenta Majada, uno de sus artífices, citando presentaciones de productos o competiciones que lo han elegido como plató.
Patinar es patinar, no hacerse fotos. Los ‘trendy’ vienen, hacen un par de trucos grabándose y se sientan a fumarGiovani Barthels, skater de 16 años
“Me gusta el ‘skate’ porque compites contra ti mismo, no contra el resto. Es una evolución personal, el aprendizaje nunca acaba y encima te mantienes en forma”, aventura este veterano de 42 años. Originario de Boadilla del Monte, ha vivido en las Islas Canarias y ahora reside en Arzúa, cerca de Santiago de Compostela. “Estaba en la escena de los noventa, cuando íbamos a la plaza de Colón”, rememora Majada, que no pierde oportunidad en los viajes a su ciudad para bajar con esa tabla de madera y lija a brincar sobre cualquier superficie: cemento, parquet o brea. “En mi época no había nada. Era como un bicho raro”, añade.
Ahora, sin embargo, el skateboard o monopatín se ha extendido por Madrid, en todas sus variantes: los hay que prefieren el freestyle o quien opta por rampa. La ‘comunidad’, en cualquier caso, suele transitar los mismos lugares. Su identidad traspasa la tabla: les arropa un tipo de ropa concreto o la música que escuchan, ligada al rap o al punk-rock. Es una tribu que ha aflorado a trompicones. Según los propios protagonistas, tuvo un impulso en los noventa, atraídos por las corrientes norteamericanas. Allí nació a mediados del siglo pasado, desarrollándose en los ochenta, cuando surgieron marcas, figuras de renombre que aún siguen en activo y toda una atmósfera alrededor de estilismo o arte.
En Madrid, este deporte, considerado recientemente como olímpico (iba a estrenarse en Tokio 2020), tardó un poco más en verse. A finales del siglo pasado algunos se lanzaron a lo loco, animados por lo poco que les llegaba en videoclips o cintas de VHS. Luego hubo un parón: los que empezaron jóvenes lo dejaron y los más pequeños no salían de Navidades con el monopatín bajo el árbol. Además, se impusieron sanciones y otros modelos como los scooter, de manillar y freno. En Barcelona siguió más vivo, alimentado por los turistas y la afluencia internacional.
Pero aquí se quedó como algo nuclear, escorado a pocos espacios al aire libre y, eventualmente, a algún recinto privado. “Era un poco sectario. Luego se abrió y ha vuelto a despuntar”, apunta Majada. En esta nueva hornada destaca la heterogeneidad: en cualquiera de los puntos de reunión se observan diferentes grupos. Desde amigos del colegio que gastan las tardes buscando la sombra después de sortear módulos o de remar en la pista hasta adultos que han retomado ese latir adolescente.
“Lo dejé a principios de 2000, pero tenía esta espinita clavada y quería retomarlo. Me picó el gusanillo y volví al Escombro, que me pilla cerca de casa y encima está hecho por ‘skaters’, sin ayudas”, cuenta Josema Casas, de 38 años. Giovani Barthels, otro vecino de rango de edad diferente, baja casi todos los días. A sus 16 años, es una rutina. “Patinar es patinar, no hacerse fotos”, protesta, contra lo que llama “los trendy”: “Vienen, hacen un par de trucos grabándose y se sientan a fumar”.
En esa posición se encuentra Daniel Ordónez, un “histórico”. Melena rala y barba gastada, le llamaron de una marca cuando apenas se conocía este deporte. “Teníamos facilidad de aprendizaje y había un bum, aunque era más complicado conocer a gente”, reflexiona. Con 44 años, Ordónez recuerda cómo bajaba con su hermano al Parque Sindical, ya cerrado, y echaba las horas hasta que le tocaba volver a casa. Quizás, cavila, porque era más habitual pasar el tiempo en la calle con los amigos y no encerrado con una pantalla. O porque suplía allí un hogar de familia desestructurada.
Poco a poco se fue enganchando, como si fuera esa droga a la que aludía Dafne. “Las misiones difíciles y largas en la vida, cuando las completas, te gratifican. El skate da muchas posibilidades, nunca termina, y requiere constancia, así que es muy satisfactorio y adictivo”. Apoya la afirmación Marcelo Lusardi. Hace cinco años, este joven de 22 notó que algo le fallaba en la vista. Pronto fue a peor. Y le descubrieron Neuropatía Óptica de Leber, una degeneración hereditaria que terminó dejándole ciego. Aun así, se maneja ente módulos.
“Era mi hobby desde los 11 años. Y, después de unos meses de incertidumbre, me animé”, explica quien distingue entre los distintos de suelo y de bordillos o barandillas apoyado en su bastón. No se pone límites y es de los fijos en Escombro. Como Yeyo, uno de los ‘fundadores’. “Todo el mundo, antes, tenía un monopatín. Era un regalo clásico. Algunos lo utilizaban un rato y otros se enganchaban”, expone este usuario de 42 años. En su panorámica, asegura que Madrid, en estos momentos, ha rebasado a Barcelona: “Hubo una generación perdida, pero ahora es un colectivo bastante numeroso y muy fiel”.
Belén Marín lo corrobora. De Fuenlabrada y con 25 años, se confiesa “enamorada” del skate. Saca el tiempo “de las piedras” con tal de reunirse con más colegas y practicar “algo más que un deporte”. Justo esta tarde de verano está con Silvana Lafuente, que le cogió el gusto a la tabla y no se baja de ella, salvo las horas en que su trabajo de administrativa se lo impide. “Está muy ligado a la superación. Cada cosa que haces es un avance. Necesitas centrarte y eso hace que te olvides de lo demás. A mí me desahoga mucho”, comenta.
El limeño apodado como Cholo y Matías Sendra, argentino, abren unas latas de cerveza en una esquina. Los dos practicaban en sus países de nacimiento y ven la “escena” de Madrid “grande y muy unida; se recibe con mucho cariño”. “En el skate nadie te dice qué debes hacer, no hay reglas”. Aunque desde fuera se vea siempre igual, anotan, las variables son ilimitadas. Como el grafiti de la pared donde se recuestan. Lo hizo Andrea, italiano de 37 años que ahora descansa porque “le duele todo”. Es una sucesión de tablas en suspensión que forman el símbolo de infinito: “Practico poco, pero soy incapaz de dejarlo. Es una droga”, concede.
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