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La muerte en la ‘zona cero’ de la pandemia

En uno de los reportajes acudimos a un tanatorio -entraba una llamada tras otra— y retratamos los solitarios entierros

Empleados del Tanatorio M30 de Madrid pulverizan con agua y lejía el ataúd de una persona fallecida con la Covid-19, el 31 de marzo.
Empleados del Tanatorio M30 de Madrid pulverizan con agua y lejía el ataúd de una persona fallecida con la Covid-19, el 31 de marzo.ÁLVARO GARCÍA

Posiblemente nadie habría imaginado todo lo que ha ocurrido estos últimos meses; ni la mejor y más imaginativa película habría superado la realidad con la que hemos convivido desde el mes de marzo. El hecho de tener que recluirnos en casa, alternar el trabajo de editar las secciones del periódico con los deberes y quehaceres propios del día a día, convertía lo cotidiano en algo bastante distinto. La mayoría de fotos se hacían en casa; niños estudiando, aplausos a las ocho en la terraza, la familia mirando por la ventana, teletrabajo, videollamada con los abuelos, etc, siempre con mi mujer y mis hijas como protagonistas.

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Pero el auténtico cambio venía cuando tenías que salir a trabajar a la calle. Moverte por Madrid, por sus calles completamente vacías de tráfico, silenciosas como nunca y prácticamente sin gente, lo convertía en algo irreal, fantasmagórico. Además del riesgo que entrañaba el hecho de salir de casa y exponerte al contagio y por consiguiente transmitírselo a tu familia. No había garantías de que cada vez que volvías a casa no te hubieras convertido en un foco de contagio. Pero es una de las características de nuestro trabajo, la necesidad de estar donde pasan las cosas, de ser testigo de algo que nunca pensé que podría haber vivido.

Entrega de comida en la asociación de vecinos de Aluche por la crisis económica.
Entrega de comida en la asociación de vecinos de Aluche por la crisis económica.Álvaro García

Madrid se había convertido en el epicentro de la crisis sanitaria; la ciudad por la que te mueves a diario era un escenario un tanto apocalíptico, sin vida, distópico. La poca gente con la que me cruzaba le daba un toque todavía más dramático a la escena, todos con mascarilla, mirándonos con desconfianza, midiendo la distancia cuando coincidíamos en una calle estrecha; me sentía con una continua sensación de estar haciendo algo ilegal. Era extraño también caminar por las calles comerciales de Madrid, sin gente, sin atascos, sin público pero sintiendo la mirada inquietante de los maniquíes desde los escaparates. Parecía que te seguían con la mirada cuando pasabas delante de ellos.

Maniquí en abril en la calle Preciados de Madrid.
Maniquí en abril en la calle Preciados de Madrid.ÁLVARO GARCÍA
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El párroco de de San Juan de Dios en Vallecas preparando un reparto de alimentos en abril.
El párroco de de San Juan de Dios en Vallecas preparando un reparto de alimentos en abril.Álvaro García

Recuerdo varias situaciones impactantes en estos meses: la primera fue el día que tuve que ir a hacer un reportaje sobre Madrid como ‘zona cero’ de la pandemia, enfocado sobre todo a los centros donde se trataba directamente con la muerte. Uno de ellos el tanatorio de la M-30.

El diácono Santiago Pérez salpica agua bendita sobre el coche fúnebre de una difunta, tras oficiar un responso a la entrada de la capilla de La Almudena, Madrid, el 31 de marzo.
El diácono Santiago Pérez salpica agua bendita sobre el coche fúnebre de una difunta, tras oficiar un responso a la entrada de la capilla de La Almudena, Madrid, el 31 de marzo. Álvaro Garcia


Mis compañeros y yo llegamos pronto, antes de la hora a la que nos habían citado, estuvimos prácticamente una hora esperando en ese tiempo en la recepción del tanatorio, vacía. Solo se oía el sonido del teléfono, no recuerdo la cantidad de llamadas que pudieron entrar en esa hora. Muchísimas. Todas ellas eran de familiares de personas que habían fallecido en sus domicilios.

Funerarias desbordadas

El funcionario municipal que esa tarde estaba en la recepción del tanatorio, completamente abatido, tomaba los datos y el domicilio y les indicaba que debido a la saturación que existía en eso días en los servicios funerarios se le daba una fecha estimativa de recogida del cuerpo de entre 48 y 72 horas; mientras tanto, les decía tenían que abrir la ventana donde se encontrara el cadáver, cerrar la calefacción que hubiese en la habitación, cerrar la puerta y esperar a que el servicio funerario se pusiese en contacto con ellos para recoger el cuerpo y trasladarlo a la morgue instalada en el Palacio de Hielo de Madrid, a la espera de que fuese incinerado. Por último, se le entregarían las cenizas del fallecido, sin fecha.

Era una llamada tras otra, muchas llamadas en esa hora de espera. Estremecía pensar en esas familias encerradas en sus casas con sus familiares fallecidos, después de no sé cuantos días agonizando.

Familia confinada en abril en el municipio madrileño de Navalagameya acogida a la ayuda de Cáritas.
Familia confinada en abril en el municipio madrileño de Navalagameya acogida a la ayuda de Cáritas.Alvaro Garcia

Otra situación que tengo grabada en esos días es una noche volviendo a casa de madrugada. Era viernes, después de estar haciendo otro reportaje: en 20 minutos de trayecto lo único que me crucé fueron tres coches de la funeraria, un furgón de la UME y un escuadrón de limpieza, con trajes EPI desinfectando la calle. Nadie por la calle, ningún coche circulando. Una sensación de vacío que generaba una atmósfera asfixiante.

Han sido meses extraños, un cambio total en la manera de trabajar. Dejan en el aire una incertidumbre de saber cómo evolucionará nuestro trabajo en eso que llaman la “nueva normalidad”. No volverá a ser como antes de la pandemia, como casi todo, pero esperemos que por lo menos pueda seguir siendo.

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