Los que se van y los que se quedan
Quienes permanecen en Madrid en verano lo hacen con las ganas de que los demás vuelvan
Ha llegado el fin de este verano extraño y apresurado. Para mí, ha cabalgado a un ritmo trepidante. Los días se han sucedido con vértigo, como con vértigo son los reencuentros y los momentos de duda. Estoy triste porque no he dejado de anteponer el codo al abrazo con mis abuelos, pero me he reafirmado en la alegría y fortuna por poder hacerlo. El trabajo se ha desplomado, ya que me han cancelado los recitales que tenía programados por brotes de contagio y miedo, pero he perdido la cuenta de los libros que he leído al sol, bajo el árbol que echaba de menos en mayo, mientras escuchaba de lejos la voz de mi madre o el ladrido de mis perros, así que no me escucharán quejarme. No lo haré. No estoy en primera fila. Aunque defiendo el derecho al pataleo, creo que esto es mucho más grande que nosotros, esto no lo arregla un tuit que trata de buscar culpables porque el ser humano es así. No. Solo queda apretar los dientes, cumplir las medidas y pedirle con fuerza a la suerte que no pase de largo.
Como cada verano, pausé Madrid y me fui a mi ciudad, a esa rutina constante de los días de calor que tanto agradezco cuando llega el frío. El silencio a la hora de la siesta es una canción. Ahora vuelvo con las ganas de septiembre, como el que coge aliento y, por fin, lo expulsa. Y entonces llegan los reencuentros con los que nos acompañaron los meses de confinamiento.
Cuando se tiene miedo, uno puede elegir entre quedarse quieto o seguir pese a él.
Porque los que se quedan también lo hacen con las ganas de que los demás vuelvan. Así pasa, por ejemplo, en la capital. Me cruzo con mis vecinos, nos preguntamos por las vacaciones, Pepa intenta de nuevo colarse en casa con sus patas grandes. Vuelvo a encontrarme con Patricia, la mujer que se derrumbó en el ascensor porque no dejaban de morir los ancianos de su residencia. Ahora sonríe un poquito más, nos sujeta la puerta con distancia, se aleja con la prisa de los que tienen los que tienen un sitio al que ir. Regresa Pedro, que nos recoge los paquetes y nos dice alegre que crucemos los dedos para que le renueven el contrato, que él no quiere vacaciones, que su trabajo le hace feliz. El quiosquero nos tiene guardado el periódico, mi frutero me ofrece los tomates más grandes y camino a casa pienso en cuándo volverá Ana, la farmacéutica llena de luz de mi calle.
Cuando se tiene miedo, uno puede elegir entre quedarse quieto o seguir pese a él. Todos lo tenemos, que nadie se confunda. La salud sigue enferma y el riesgo es colectivo. Pero debemos seguir, caminar hacia delante, sortear los obstáculos, colocar las piedras solo donde deseemos descansar, dar todas las luces, apagarlas para seguir el reflejo que dejan y comprobar que sí, que se puede ser feliz a pesar del miedo igual que se puede llorar cuando uno se siente a salvo.
Madrid me mata.
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