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MADRID ME MATA
Columna
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Madridcentrismo

No me gusta el patriotismo autonómico, pero me he dado cuenta de que Madrid también me duele. Debemos tener memoria

El barrio de Malasaña lleno de color con banderines, farolillos y todo tipo de objetos de decoración, en las fiestas del 2 de Mayo de 2020, en plena crisis del coronavirus.
El barrio de Malasaña lleno de color con banderines, farolillos y todo tipo de objetos de decoración, en las fiestas del 2 de Mayo de 2020, en plena crisis del coronavirus.Kiko Huesca (EFE)
Elvira Sastre

Existe una corriente mal dirigida contra los madrileños que viene a poner de manifiesto el madridcentrismo, esto es, el hecho de que los medios hablen durante la mayor parte del tiempo de lo que acontece en la capital y que poco o nada interesa al resto del país. Esto no es nuevo, es algo que salta cada vez que hay alguna situación que concierne al conjunto de comunidades autónomas. Y digo mal dirigido porque esto no es responsabilidad del madrileño, qué va. Ni del colindante. Cada uno debería mirar lo que produce y lo que consume. Quizá ahí está la clave.

Suena lógico, pero en este mundo hace tiempo que la razón ha perdido poder. Si unimos esta vertiente de rechazo mediático con los discursos que, fruto de la pandemia, llevan a otros habitantes a clamar que ningún madrileño pise sus territorios mientras aplauden a los extranjeros que bajan de los aviones, tenemos como resultado una hostilidad preocupante hacia una ciudad amplia y generosa, la habite quien la habite. Leo que algunos presidentes de otras comunidades expresan su desagrado a que los que vivimos en la capital y en Cataluña viajemos en verano a sus ciudades. No plantean una duda ni tan siquiera una solución.

Llevo siete años en Madrid y conozco a pocos madrileños. En la carrera, todos éramos de aquí y de allá. Pasaron los años y conocí gente de todas partes, todos residentes aquí: Galicia, Andalucía, Castilla y León, Asturias, Cataluña, Murcia… Los acentos, cuando son distintos y forman parte de una misma conversación, suenan a futuro. En Madrid encontré amor, daño, cobijo y trabajo. Es una ciudad formada por personas de distintos lugares que, sin embargo, ha conseguido mantener una identidad clara, y si eso sucede es porque nunca ha querido imponerla. Me pregunto qué habría sido de mí si Madrid me hubiera cerrado la puerta, si la pandemia mundial me hubiera pillado con veinte años y ganas de crecer hacia delante, si no hubiera habido posibilidad de cambio.

No soy madrileña, pero pago sus impuestos. Parte de mi familia vive aquí, todos emigrados. Lloré el 11-M desde mi ciudad. Participé el 15 de marzo en la Puerta del Sol con tanta ilusión que lo creí posible. Viví un 8-M histórico. Besé en los cuartos de baño de las discotecas más sórdidas de Chueca. Mi médico cuida de mí en uno de los mejores hospitales públicos de la ciudad. Voté a Manuela Carmena y ganamos, y perdimos también. Protesté, reí y leí mis poemas en los bares de Malasaña. Bailé en el Wizink Center. Volví a montar en bici por el Paseo del Prado. Tuve un accidente. Crecí como nunca, perdí como nadie. Madrid me da palabra y me escucha. Conozco algunos de sus rincones –no todos–, y eso es lo que me mantiene enganchada a esta tierra: siempre queda algo más. Y agradezco cada día la puerta abierta.

No me gusta el patriotismo autonómico, pero me he dado cuenta de que Madrid también me duele. Debemos tener memoria.

Madrid me mata.

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