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Salvar a Erika Mejía: “Debe de ser alguien importante”

El sistema de salud se moviliza para el difícil traslado desde Guadalajara a Madrid para ingresar a una mujer hondureña de 37 años

Llegada al hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) de la paciente Erika Mejía, que hasta ese momento estaba ingresada en el hospital universitario de Guadalajara, el viernes 17 de abril. El traslado le salvó la vida.
Llegada al hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) de la paciente Erika Mejía, que hasta ese momento estaba ingresada en el hospital universitario de Guadalajara, el viernes 17 de abril. El traslado le salvó la vida.Jaime Villanueva
Juan Diego Quesada

El sillón de piel azul marino estaba situado en medio del salón. Desde el principio se convirtió en el rey de la casa. La dueña, Milagros Centenera, una mujer de más de 80 años con principio de párkinson, se sentaba en él y comenzaba a trastear con el mando que traía incorporado. Reclinaba el canapé hasta ponerlo en horizontal, como una cama, y después, en un juego que se volvía interminable, activaba el modo vertical. El ocupante del sillón quedaba prácticamente de pie, listo para echar a andar. Aquella era otra maravilla más de la industria ortopédica. A menudo, la señora le pedía a su cuidadora, Erika Mejía, que se sentara en él y se pusiera cómoda. La experiencia era similar a subirse en una atracción de feria. “Jefa, tengo que ponerme a limpiar”, le recordaba Mejía. “Nada, olvídate. Esto es mucho más divertido”, le respondía.

Las dos mujeres convivieron durante un par de meses en un piso de dos habitaciones y dos baños en el centro de Guadalajara. Por las mañanas bajaban a dar un paseo. Mejía, que ahora dos años después de eso está sufriendo la agresividad de la covid-19, empujaba la silla de ruedas de Centenera. Acababan en alguna terraza tomando un café, al sol. La mayor le enseñó a la joven a jugar al dominó. Mientras movían las fichas se ponían de fondo música de Rocío Dúrcal y Julio Iglesias. Cuando se aburrían se sentaban alrededor de una mesa camilla y pasaban horas contándose la vida la una a la otra. Centenera le hablaba de la España de antes, de lo distinto que era todo. ¡Si la viera ahora no reconocería este país! Mejía, de 37 años, le describía Omoa, 47.287 habitantes, el pueblo de Honduras donde creció, con su embarcadero, el mar y las casitas de los pescadores en la orilla. Allí seguían viviendo sus tres hijas, a las que crio sola y a las que dio estudios. En la muñeca llevaba tres palomas tatuadas para tenerlas siempre presentes.

Por las noches dormían en habitaciones separadas. Centenera guardaba un móvil en la mesita por si tenía que avisar a la cuidadora. No hacía falta. Ella se levantaba a echarle un ojo cuatro o cinco veces durante la madrugada. El trabajo fue más breve de lo esperado. La señora enfermó y murió en cuestión de días. Mejía asistió al velatorio y al funeral como un miembro más de la familia. Ayudó también a los herederos de la anciana a vaciar el piso. Sintió una punzada en el estómago cuando vio el sillón salir por la puerta en volandas.

Erika Mejía, ingresada en la UCI del hospital, conectada a un respirador y a un soporte artificial que sustituye la función que el pulmón no puede hacer.
Erika Mejía, ingresada en la UCI del hospital, conectada a un respirador y a un soporte artificial que sustituye la función que el pulmón no puede hacer.Jaime Villanueva

Erika Mejía se quedó sin empleo en noviembre de 2018. Aunque ese tiempo duró poco. La hija de su antigua empleadora, Inés Samaniego, la contrató en diciembre como asistenta de hogar a media jornada. 20 horas semanales. Un trabajo en el que estaba contenta, según sus conocidos, cuando contrajo la covid-19. Al principio, se manifestó como un molesto dolor de oído. En los días siguientes comenzó a sufrir dolor de estómago y mareos. La fiebre le subió a 40 grados. Los pulmones dejaron de funcionarle con normalidad. En solo cinco días, Erika Mejía se colocó en el umbral de la muerte.

Al principio, en planta, permanecía despierta y en contacto con los suyos. Se comunicaba sobre todo con su hermana Alma, la persona que la animó a vivir en España. También se mensajeaba con Samaniego, a quien le confesó que estaba muy asustada. Durante esos días fue el cumpleaños de uno de sus nietos y a ella se le pasó por alto. Su jefa le pidió que no se preocupara, que bastante tenía ya. Cuando acabara todo esto irían las dos a comprar un regalo. Lo enviarían a Honduras por paquetería.

La situación de Erika continuó empeorando. Antes de ingresar en la unidad de cuidados intensivos del hospital universitario de Guadalajara, el 12 de abril, le envió un mensaje por WhatsApp a su sobrino: “Dile a tu madre que creo que me van a meter a la UCI y me van a intubar”. Los médicos llamaron a su hermana Alma por teléfono y le dijeron que se preparara para lo peor.

A la vez, la dirección del hospital pidió su traslado urgente al Puerta de Hierro de Madrid, donde podrían conectarle un Ecmo, un soporte artificial que sustituye la función que el pulmón no puede hacer. Solo de esa manera podría continuar con vida. En ese momento no fue posible porque los hospitales de Madrid estaban desbordados. Dos días después, desde Guadalajara, se insistió en la petición: o se llevaba a cabo de inmediato o la paciente no aguantaría más.

Se puso entonces en marcha una operación a gran escala para rescatar a Erika Mejía. Se trató de uno de los traslados más complejos entre hospitales y comunidades autónomas de toda la crisis de la covid-19. En medio de una pandemia que ha puesto en jaque a una nación entera, con más de 23.500 muertos en España hasta este martes, el sistema se puso en marcha para salvarla.


Alma Mejía, la hermana de Erika, muestra una foto de ella, en su casa de Guadalajara, España, la semana pasada.
Alma Mejía, la hermana de Erika, muestra una foto de ella, en su casa de Guadalajara, España, la semana pasada.Jaime Villanueva

A las ocho de la tarde del pasado 17 de abril, un helicóptero del Summa 112, el servicio de urgencias de la Comunidad de Madrid, se posó en el helipuerto del hospital para recoger a dos médicos intensivistas y dos enfermeros perfusionistas. “Había que intentarlo”, recuerda el jefe de Servicio de Cuidados Intensivos, Juan José Rubio, de 67 años. A esos cuatro profesionales se sumaron otros dos que viajaban en ambulancia por carretera.

Era la primera vez que el personal de este hospital colocaba un Ecmo fuera de sus instalaciones. En las condiciones de salud de Erika Mejía, el traslado en ambulancia era muy delicado. Estaba dormida cuando los médicos entraron por la puerta. Iban vestidos con trajes especiales. Prepararon las zonas que bordeaban su cama con paños estériles. Después se llevó a cabo lo que los profesionales consideran “una agresión al cuerpo”: la introducción de dos cánulas gruesas por las venas (la yugular y la femoral) localizadas previamente con un ecógrafo. Las vías se conectaron a la máquina. Al minuto, su oxigenación mejoró.

Era de noche cuando sacaron a Erika Mejía por la puerta, postrada en una camilla. Iba rodeada de cables y tubos. La subieron con cuidado a la ambulancia. “¡Muy bien!”, dijo en alto una de las médicas cuando la paciente quedó acomodada en el interior. El vehículo encendió las luces de sirena y enfiló a baja velocidad la carretera oscura. De madrugada, Mejía quedó instalada en la nueva UCI donde se iban a ocupar de ella a partir de ahora. Dos máquinas, el Ecmo y el respirador, respiran por ella y dan descanso a sus maltrechos pulmones.

A día de hoy, permanece en la unidad de cuidados intensivos. Su estado sigue siendo crítico. Los sanitarios la colocan bocabajo para mejorar su respiración. Creen que la obesidad que padece desde niña puede ser uno de los motivos que el virus la haya atacado a ella con tanta dureza. En ocasiones, el doctor Rubio le habla para ver si responde. A veces mueve la cabeza, semiinconsciente.

El médico explica que el coronavirus es desconcertante. “Se comporta de forma extraña. Me sorprende cada día. Da miles de problemas. Afecta a la coagulación, la piel, genera problemas neurológicos, trastornos hematológicos, infartos asociados, ictus, y en pacientes jóvenes y sanos como Erika no te lo explicas”.

—Llevo 40 y pico de años en intensivo. He pasado la colza, el sida... Y, sin embargo, esto es lo más grave que me he cruzado nunca.

—Yo también, y eso que no llevo tantos años, le contesta su compañera en esta crisis, Ana González, jefa de anestesiología y reanimación.

—Todavía estás a tiempo de vivir una más gorda.

—Espero que no. Esto ha sido durísimo.

La noche del traslado de Erika Mejía, cuatro mujeres con bolsas en las manos observaban la escena en la puerta del hospital. Vieron la ambulancia en la que introducían a la paciente, más otra de apoyo con material médico necesario. A eso se añadían dos vehículos más con profesionales del Summa, por si había alguna complicación. Una pareja de guardias civiles en moto escoltaba la imponente caravana.

—Debe de ser alguien importante, dijo una de las mujeres.

Dentro iba Erika Mejía, hondureña, 37 años, vecina de Guadalajara, asistenta de hogar a media jornada, con el sueldo de quien trabaja 20 horas semanales y no le da más que para vivir en un piso que comparte con otras dos familias, donde siguen con entusiasmo las telenovelas turcas en televisión y salen a bailar ritmo punta, un baile hondureño, en la sala Rumba, regentada por un español.


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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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