“¿Un David Byrne malagueño?” (toma 4)
La eclosión de unos jovencísimos Danza Invisible y el mejor disco (según Dr. John) del mítico ‘jazzman’ Ben Sidran
De la ruidosa y bullanguera Sala Universal, una fría noche prenavideña de los ochenta, al calor entre apreturas del Café Central. Otras dos páginas inmortales en la historia discográfica que atesoran los directos de la ciudad.
Directo, de Danza Invisible
(Twins, 1987)
Javier Ojeda era un pipiolo malagueño de 22 añitos a finales de 1986, un 20 de diciembre en que él y los demás integrantes de Danza Invisible se auparon al escenario de la Sala Universal para inmortalizar aquella noche ante una unidad móvil y tres cámaras de televisión. La osadía de la juventud: la banda había registrado tres álbumes bien acogidos por la crítica más docta, pero se encontraba todavía lejos de ser una formación masiva. “Los dobles elepés en directo los graban los grupos que ya tienen muchos grandes éxitos”, les reprochó Paco Martín, el dueño de Twins. “Sí, pero nosotros en vivo somos mejores que en el estudio”, le persuadió Ojeda. Y así nació este Directo, de sonido tosco y lleno de imprecisiones, pero tan sudoroso, vitalista y rabiosamente auténtico que despachó lo impensable: 45.000 ejemplares.
“El sonido es un poco cutre”, confiesa hoy Javier desde su confinamiento, a las afueras de Málaga, “pero tenía el encanto de lo real. Debe de ser el disco en directo menos retocado en la historia del rock español…”. De hecho, en sus 70 minutos de música solo hay cinco segundos maquillados a posteriori: una nota en el bajo inicial de Agua Sin Sueño, que resultaba casi imperceptible, y una frase algo desafinada hacia el final de No Habrá Fiestas Para Mañana. Quedaron para la posteridad, en cambio, varios acoples y hasta el estruendo de una guitarra al estampanarse accidentalmente contra las tablas.
En ese difícil equilibrio entre lo precario y lo genuino, el álbum sigue resultando adorable, incluso desde la perspectiva actual. Javier Ojeda ya jugaba a emular a David Byrne durante los conciertos (“por la manera de bailar, digamos, poco ortodoxa”, se carcajea él mismo), el público se alborotaba con El Club del Alcohol en pleno desenfreno y la ocasión pintaba lo bastante histórica como para que un pueblo malagueño fletara un autobús con la leyenda “Álora con Danza Invisible”. Cantantes como el sevillano Miguel Rivera (Maga) o el murciano Sean Frutos (Second) mencionan hoy este trabajo como fuente de inspiración. Nada más publicar Directo, con preciosa portada de Javier Hidalgo, Danza Invisible lo estrenó con un concierto en Zaragoza. A su término, dos muchachos esperaron a que Ojeda saliera del camerino para felicitarle. Uno era un jovencísimo y perfectamente desconocido Enrique Bunbury. El otro, Antonio Giménez, dueño del bar La Estación del Silencio. Allí celebraron aquella noche su éxito, entre copas y risas, cinco pipiolos del sur. Solo un año más tarde, Sabor de Amor los catapultaría hasta lo más alto de las listas. Por cierto, la grabación audiovisual de la noche del 20-D permanece aún hoy inédita, 33 años después. La banda dice “no saber a ciencia cierta” quién conserva los materiales originales.
Cien Noches, de Ben Sidran
(Nardis, 2008)
Cualquier gran aficionado puede sentir veneración por Ben Sidran, maestro del jazz vocal, el swing y el bebop desde mediados de los sesenta y fundador del influyente sello Go Jazz. El maestro es un devoto confeso del Café Central, el angosto templo de espejos vetustos en la plaza de Santa Ana. Cuando Gerardo Pérez, entonces uno de los dueños, le hizo ver que en la semana del 21 al 27 de noviembre de 2007 cumpliría un centenar de actuaciones en el local, decidió celebrarlo con un álbum en vivo para el mercado español. Es difícil encontrar hoy un ejemplar físico de esta joya, pero Ben conserva Cien Noches entre sus títulos “muy favoritos” de su extensísima discografía.
“Llevaba mucho tiempo queriendo grabar un álbum protagonizado por el órgano Hammond. Cuando reparamos en que cumplíamos 100 noches en el Central, coincidiendo además con el 25º aniversario del Café, comprendí que todo encajaba”. No le importaron a Sidran las estrecheces del local, con su minúsculo escenario en el esquinazo. “En realidad, más estrecho aún es el camerino, en el descansillo de la escalera”, anota entre risas desde su domicilio neoyorquino. “Allí dispusimos el equipo de grabación y repasábamos lo sucedido después de cada noche. Aún me pregunto cómo cabíamos…”.
La posibilidad de registrar las siete noches permitió que las cintas acumularan muchos chispazos de magia. “El Central siempre fue uno de los sitios más divertidos donde tocar, pero esta vez había que ponerse más serios y trabajar duro”, anota el icónico jazzman, hoy de 76 años. “Hay momentos con tanto groove en ese disco, en particular Cave Dancing, que sería completamente imposible de reproducir en un estudio”. Años después, Ben y su hijo, el batería y vocalista Leo Sidran, coincidieron en el festival de jazz de Newport con el mítico cantante de Nueva Orleáns Dr. John. Y descubrieron que Cien Noches era uno de los cinco cedés que guardaba en la guantera del coche. “No sabemos ni cómo consiguió ese ejemplar”, se asombra Leo, “pero fue el álbum que más escuchó en los meses anteriores a su muerte. Y a mi padre le aseguró, con su característica voz cavernosa: Ben, este es el mejor jodido disco que has hecho en toda tu vida”.
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