“Buenas noches, bienvenidos” (toma 3)
Así nacieron ‘Rock & Ríos’ y Sabina con Viceversa, los dos directos más exitosos e icónicos de la historia madrileña
El icónico “doble elepé en directo” de los grandes nombres del rock internacional no llegó de pleno derecho a España hasta los años ochenta. Pero, en los dos casos que hoy nos ocupa, su huella alcanzó dimensiones casi épicas.
Rock & Ríos, de Miguel Ríos
(Polydor, 1982)
No fue solo Rock & Ríos un mayúsculo acontecimiento discográfico y para la música en vivo, que también. En este caso deberíamos referirnos más bien a un terremoto sociológico. Lo explica con detalle Josemi Valle, que en 2015 reconstruyó casi al minuto el fenómeno en el libro Lo hicieron porque no sabían que era imposible (Efe Eme). “Finalizaba la Transición, apenas había transcurrido un año del tejerazo, estábamos a las puertas de la mayoría absoluta de Felipe González. Y aquel repertorio era un canto a la emancipación personal, los horizontes nuevos, incluso los peligros de la tecnificación sin principios éticos”, recapitula el analista.
Ríos, que celebraba su vigésimo aniversario en el oficio, reservó el viejo pabellón de deportes del Real Madrid las noches del 5 y el 6 de marzo de 1982 para inmortalizar un espectáculo que había ensayado durante nueve días en los estudios Fonogram. La primera de las sesiones, la del viernes, fue más bien calamitosa; nervios sobre las tablas, sonido rácano y trompicado. Los técnicos de grabación avisaron de que el material era en su mayor parte insalvable, así que el roquero granadino y su banda hubieron de salir en tromba el sábado 6. Había galones para ello, eso sí. A Miguel le escoltaban hasta nueve músicos, entre ellos dos fichajes de postín, el guitarrista galés John Parsons y el teclista y flautista holandés Thijs van Leer, proveniente de una banda fabulosa (Focus) en los círculos del rock progresivo. Y la alternancia entre clásicos conocidos, algún estreno rutilante (Víctor Manuel había escrito para la ocasión el fantástico El blues del autobús) y ese popurrí final de homenaje al rock urbano (Leño, Topo, Burning, Tequila, Moris) se convertía en munición incendiaria.
El doble LP, que llegaría en mayo, rozó el medio millón de ejemplares vendidos, una cifra mareante para la época. Pero su influjo se filtró a todos los sectores de la sociedad. Aquel concierto del 6 de marzo fue merecedor de un editorial en Diario 16 al día siguiente y acabó emitiéndose íntegramente la noche del 7 de mayo en TVE, una circunstancia insólita. “Por primera vez”, enfatiza Josemi Valle, “toda una generación tenía un concierto de rock delante de sus ojos”.
El sábado 12 de junio, Miguel Ríos cerró en Barcelona la ceremonia inaugural del Mundial de Fútbol. No es por ello de extrañar, en aquella España emergente y con solo dos cadenas televisivas, que decenas de millones de personas, literalmente, incorporaran para siempre en su memoria aquella primera estrofa: “Buenas noches, bienvenidos / hijos del rocanrol”.
En directo, de Joaquín Sabina y Viceversa
(Ariola, 1986)
El apellido Sabina cotizaba al alza a principios de 1986, pero muy lejos aún de esa estratosfera a la que nos acostumbraría con los años. Acababa de publicar Juez y parte (1985), un álbum contagioso y muy bien recibido: hoy todos lo recuerdan por Princesa, poco menos que un himno, pero el sencillo había sido Rebajas de enero, un aldabonazo de pop-rock que asaltó Los 40 Principales y resulta pintoresco desde la perspectiva actual: nunca el amor, en una canción de Sabina, tuvo un final tan feliz (“Apenas llegó / se instaló para siempre en mi vida”). Si a eso le unimos que el jiennense era un rostro semanal en Si yo fuera presidente, el programa de Fernando García Tola en La 2, la ocasión parecía propicia para intentar, como diría aquel, el asalto a los cielos.
Joaquín Ramón Martínez Sabina lo vio claro. Reservó para las noches del 14 y 15 de febrero el teatro Salamanca, en Conde de Peñalver, que luego sería un gran almacén de ropa y hoy languidece sin uso. Reforzó a sus Viceversa, el joven cuarteto que había constituido para el álbum anterior, con otros cuatro músicos; entre ellos, Marcos Montero, entonces teclista de Alaska y Dinarama. Y supo jugar la baza de las colaboraciones: Javier Gurruchaga aportaba rock socarrón, Javier Krahe remitía a la incorrección política de La Mandrágora, Ricardo Solfa (antes, Jaume Sisa) era la legitimidad exótica y Luis Eduardo Aute, que regala piropos en Pongamos que hablo de Joaquín, ejercía en la época un estrellato inmenso. “Éramos unos pardillos veinteañeros”, rememora el guitarrista y compositor Pancho Varona, “y de pronto nos vimos grabando un disco en directo, con millones de cables por el suelo y una unidad móvil traída desde Londres, la Fleetwood Mobile. ¡Parecíamos los Rolling Stones!”.
La acogida y las ventas fueron colosales. Después de tres semanas de ensayos en Ajalvir, al norte de Madrid, en una nave incrustada en mitad de una inmensa granja de gallinas (!), el repertorio estaba engrasadísimo. Y los gigantescos neones, con las letras de “Joaquín Sabina” en azul celeste y “Viceversa” en fucsia, chisporroteaban sin cesar sobre la cabeza de los músicos, pero eso no se notaba en las gradas. “Hoy puede que el sonido de la época nos resulte antiguo”, concede Varona, “pero terminó siendo, con 19 días y 500 noches, el disco más decisivo en toda la carrera de Joaquín”.
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