El fin del mundo en pantuflas y batín
Es paradójico, la cuarentena nos ha mostrado que las soluciones a los problemas del mundo son colectivas
Parece un domingo eterno, un lluvioso agosto en marzo, pero también flota en el aire una extraña sensación de distopía, de fin del mundo, de película de ciencia ficción. Me asomo en pijama a Lavapiés y desde el balcón veo a una mujer que, precisamente, parece escapada de una peli apocalíptica: va vestida con un anorak ajado, arrastra mantas y ropajes, y empuja un carricoche donde en vez de un bebé hay un muñeco. Grita: “Todos vamos a caer, yo ni olvido ni perdono, esto ocurre por todo lo que os habéis cagado en el dolor humano”. A veces me tengo que pellizcar el brazo (metafóricamente) para comprobar que no estoy soñando.
El punto de normalidad lo pone el Carrefour de Lavapiés, que no abre ya 24 horas, que llevo años observando desde este punto de vigilancia doméstico: sigue despachando todo lo que necesitamos (ya saben, papel del culo).
Lo paradójico del coronavirus y su cuarentena es que, aunque nos haya confinado a nuestras casas, como individuos sueltos, nos ha hecho comprender que todo ese discurso basura del individualismo y la competitividad que nos quiere embutir en la mente es mentira. Para los problemas que enfrenta la humanidad, y no solo este, las soluciones son colectivas.
Y que el bálsamo para la ansiedad social está en lo comunitario: salir a aplaudir a los trabajadores de la Sanidad Pública, de los supermercados, de las farmacias, etc, cosa que podría parecer una chorrada, tiene un valor social y simbólico muy profundo: le hace a uno sentir que es parte de algo más grande, mientras ve a vecinos que nunca había visto aplaudir en los balcones de enfrente: no estamos solos.
El futuro nos ha sido arrebatado: no solo es la actual pandemia, es también el calentamiento global, la amenaza de la tecnología, el auge del totalitarismo, la crisis de los refugiados, y un largo etcétera de escenarios distópicos. La distopía ya no está en un lejano e improbable futuro Mad Max, sino en la cotidianidad de series como Years and years o Black Mirror. Una distopía que nos va a coger en pantuflas y batín.
En mi barrio hay muchos a los que el apocalipsis les coge sentados en el banco de la plaza: son ancianos, chavales marroquíes, hombres senegaleses, familias latinas que tienen casas tan pequeñas, oscuras y mal ventiladas que es imposible permanecer dentro tanto tiempo sin enloquecer. Hay mucha gente en Madrid que vive en infraviviendas y muchas que han perdido su hogar por culpa de los procesos de gentrificación y turistificación.
Igual que se están abriendo hoteles y clínicas privadas para paliar las consecuencias sanitarias del virus, propongo que se abran pisos turísticos de AirBnB para paliar sus consecuencias sociales. Por cierto, me pregunto dónde irá ahora la señora agorera, con su muñeco en el carricoche, después de cantarnos el fin del mundo por los balcones. Viene mal tiempo.
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