El viento de Madrid
No sé por qué, pero cuando camino contra el viento, parece que me borra cosas
Siempre me asustó el viento. Cuando era pequeña, su silbido se colaba en mi habitación y parecía que era un monstruo el que siseaba esa ese líquida que levanta las orejas de los perros. La alerta, esa señal tan quebradiza, tan imaginaria, es casi peor que el mismo miedo. Solo aparecía por las noches porque la oscuridad lo justifica todo: entonces empezaba el concierto. El aire se colaba por los arbustos, azotaba el cristal de mi ventana, levantaba los cantos rodados y chocaba contra los coches aparcados. Me sentía protegida en mi cuarto porque todos sabemos que debajo de las sábanas suelen ocurrir cosas buenas, pero en mi mente ese silbido era una amenaza para que no abandonara jamás mi fortaleza. No lo hice.
Pero estos últimos días, en Madrid, el viento suena de otra manera. Lo que azota no son los árboles o la tierra. Son los muros, las paredes, los camiones, los toldos recogidos, las palabras no dichas, los daños enquistados. Ahora golpea la ventana del anciano de enfrente que cree que ya no pasa nada, que la vida no se mueve, y siente que el ruido parte el silencio de una casa que se vacía poco a poco. Da un vaivén a la niña que aprieta la mano de su padre porque es el único lugar del mundo donde encuentra protección: en su mano. Descoloca el pelo de la joven que cede a la desesperación de saberse despeinada y se deja llevar, porque las fortalezas vienen apretando cada vez más y eso no hay quien lo aguante.
Me mira desde las risas de las personas que no consiguen escucharse y se acercan sin timidez, con excusa. Aquí el viento ya no es una amenaza o una alerta. Lo que suena no es un silbido intruso: es un intento, un impulso, una oportunidad. Ya lo dijo Mario Benedetti: Me gusta el viento. No sé por qué, pero cuando camino contra el viento, parece que me borra cosas. Quiero decir: cosas que quiero borrar. Estoy aprendiendo a caminar contra él y a dejar que me coloque en el sitio oportuno, ese que no siempre es el que ocupo y no me doy cuenta. Y te miro. Pienso en ti.
Y me gustaría cogerte de la mano, salir a una calle donde no nos protejan los edificios largos ni las sábanas suaves, mirarte como nunca lo han hecho, decirte al oído, entre risas, lo bien que lo estás haciendo, sacarte de los bolsillos los cigarrillos que pronto empezarán a consumirte y colocarte frente al viento de Madrid, el mismo que nos arropa, para que te limpie tanto daño, para que te borre las costras y el dolor enquistado, para que lo respires y deshaga los espasmos, para que se lleve lejos las pesadillas y los miedos y verte frente a él, así, volando, mientras le ladramos al viento que te lame los ojos. Porque el miedo ya no existe. Las amenazas se quedaron fuera. Sólo estáis tú y el viento. A salvo.
Madrid me mata.
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