Resistir no es restituir
La magia funcionó durante una buena temporada, pero este domingo se produjo un cambio estructural en Cataluña: la mayoría nacionalista, por primera vez, terminó
Durante las últimas dos semanas, el polideportivo de Argeles ha sido una cápsula fuera del tiempo donde era posible vivir en la magia de un pasado mítico. Era posible gracias al carisma que ha preservado Carles Puigdemont. Era la fuerza persuasiva de la liturgia: la repetición de un código conocido de quienes comparten una fe y que se congregan en un acto para sentirse parte de una comunidad definida por una identidad que va más allá de la política, más allá de la ideología.
La liturgia empezaba como empezaban las manifestaciones del 11 de septiembre organizadas por la Assemblea Nacional Catalana desde 2012. Llegaba un autobús a una capital de comarca y fieles de edad avanzada subían para dirigirse a un lugar donde encontrarse con gentes que ven el mundo como ellos, que comparten el mismo sistema de valores, que tienen un pasado en común. De alguna manera, al ver a Puigdemont, sentían que aquello que políticamente había dado más sentido a su vida, continuaba. Continuaba porque el discurso de la restitución de la presidencia de la Generalitat parecía posible, incluso se acabó por pensar que Junts podría superar al PSC o así repetían sus asesores y sus medios. Se fotografiaban con él, repetían consignas de tiempos pasados, otra vez se mostraban con carteles.
Pero las manifestaciones del procés eran espacios abiertos, mientras que aquel polideportivo era una cámara de eco donde se escuchaba el espíritu del procés. Hasta este domingo, cuando Carles Puigdemont se quitó la máscara de su personaje carismático y habló para valorar sus resultados. No había fe. Había ambición de poder desnuda.
En su intervención, acompañado por buena parte de la dirección de su partido y muchos de los diputados de la nueva legislatura (tres más que en la anterior), aquella magia acabó, aunque no lo pareciera. Para miles de personas la magia ha durado 15 años y muchos fueron felices en esa fantasía y querrían seguir vinculados a ella: era una utopía que prometía trascender el marco autonómico a través de la independencia para construir un nuevo estado para una sociedad que no podía ser más próspera porque era española. La magia era ese relato y durante una buena temporada funcionó, pero el truco era disimular el objetivo tradicional del partido neoconvergente: gobernar la institución que siente como propia, la Generalitat de Catalunya. Ese era el juego de manos y este domingo puso las cartas sobre la mesa. “Estamos en condiciones de constituir un gobierno de obediencia catalana”. Y presidirlo ellos. Porque la batalla enfermiza con Esquerra Republicana ayer se resolvió. Y porque Puigdemont lo dijo muy claramente al establecer una comparación entre lo que ocurre en el Congreso de los Diputados con lo que puede ocurrir en el Parlament. Si allí gobierna Pedro Sánchez, que fue el segundo, en Barcelona podría ocurrir lo mismo.
Pero la diferencia es el cambio estructural que se produjo en Cataluña. Ha acabado el procés, ha acabado el personaje KRLS. La mayoría nacionalista, por primera vez, terminó.
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