Porque todo va al mar
Mientras algunos hablan de euros sin pudor ni alma, porque la esconden o no la tienen, lo que hay –por encima de todo– son muertos
No hay cañones de guerra sin la palabra previa de un poeta. Tampoco estallan revoluciones sin que antes las sueñe en alto un poeta. Es enorme el poder de la palabra. La palabra destruye y construye. También en la hora del final. Y en esa hora estamos: en la hora del final. Del final de más de doscientas personas. Mientras algunos hablan de euros sin pudor ni alma, porque la esconden o no la tienen, lo que hay –por encima de todo– son muertos. Muchos, muchísimos muertos. Nunca antes hubo tantos muertos en nuestra tierra. Sin embargo, aquí se van quemando etapas a una velocidad cruel. Seguramente convenga. Porque es feo mirar a las funerarias aguantando diez días un cadáver a una familia desconsolada. Es feo mirar demasiado a las autopsias, ver los cementerios destrozados y sin capacidad para hacer entierros, conocer los detalles de los fallecidos. La sonrisa de Jorge cuando entraba al pabellón de baloncesto de Turís. La cabina del camionero José con ese letrero consagrado a Nuestra Señora de Belvís que no lo pudo salvar. La dolencia cardiaca de Dolores, que murió con su hija, las dos atrapadas en su casa inundada. El niño de cinco años encontrado por un perro y así fueron los contornos de su final: el cuerpecito quieto bajo las aguas cercanas a una autovía, el hocico inquieto de un animal, un ladrido horrible, el más horrible que uno pueda imaginar. Es doloroso bajar al detalle. Pero la vida está en la minúscula de los detalles. No está en el barro político que lo va enfangando todo hasta convertirse en un género periodístico de nuestro tiempo. El lodazal de quién gana o pierde con cada nuevo dato conocido a golpe de ataque y defensa en un juego de trileros –ni por asomo llega a la dignidad del ajedrez– que tanto chirría en este momento. El momento del final. Y ahí también surge la voz de los poetas. Hay uno, Francisco Brines, que no se me va de la cabeza. Son solo siete versos: Porque todo va al mar: y el hombre mira el cielo que oscurece, la tierra que su amor reconoce, y siente el corazón latir. Camina al mar, porque todo va al mar. Y pienso en Brines y en nuestro mar. Cadáveres –blancos, nuestros– engullidos por el Mediterráneo. Cadáveres en un lugar tan simbólico como l’Albufera. Todo va al mar. Muchas vidas han acabado en el mar. Algunas que ya nunca volverán, como botellas errantes de un drama insoportable. Así comenzaba Son de mar, la novela de Manuel Vicent, contando que el cuerpo de Ulises Adsuara apareció flotando en la bahía un domingo de agosto a las dos de la tarde cuando la playa estaba llena de gente. Habían pasado diez años desde que habían dado por ahogado al profesor Adsuara. Su cuerpo tardó diez años en volver. Pero volvió, porque todo va al mar pero a veces vuelve. Como el accidente del metro. Vuelve su fantasma, sucio de barro y empapado de agua, como un espejo deformante de Valle Inclán. Y no es fácil reconocerse en ese espejo que proyecta la diferencia entre lo que somos, lo que creemos ser, lo que nos gustaría ser. Como pueblo, como Estado, como autogobierno. Pero todo eso llega en el momento del final. De este trágico final tan esperpéntico que algunos han tenido que sufrir y sus familias tienen que soportar. Un respeto por ellos. Es su momento. La hora amarga y elegíaca de los poetas. También del pueblo sensato, que no está para cubiletes, bolitas y estafadores. Un pueblo que se odia un poco en el espejo deformante de estos días. Es la hora del final. Todo va al mar.
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