La ciudad como sacrificio ritual
El patrimonio más amenazado por el turismo no son los monumentos históricos, sino la posibilidad misma de una ciudad habitable. Una ciudad llena de vida y espacios compartidos, en la que no todo esté en venta
Publicaba recientemente este periódico que “Un estudio alerta de la afección del turismo masivo sobre el patrimonio”. La investigación, realizada desde la Universitat Politècnica de València en monumentos de la capital valenciana, ponía cifras a una percepción muy extendida: el exceso de visitantes puede deteriorar gravemente el patrimonio de todos. No es nada nuevo, dado que en 2015 un informe de la UNESCO sobre conservación del patrimonio mundial alertaba de que el turismo es peor para el patrimonio que las guerras. Recuerden también cómo en 2002 se prohibió el acceso a las Cuevas de Altamira, a consecuencia de los daños que el flujo de gente ocasionaba en un lugar de un valor inmenso. Permanecieron cerradas al público doce años, reabriéndose en 2014 con controles muy estrictos sobre el número de personas que podían adentrarse en sus cavidades. Al mismo tiempo, la fiel reproducción de las pinturas en la conocida como NeoCueva de Altamira permitió disfrutar a todo el mundo de la maravilla pictórica de su Gran Sala, sin riesgo alguno para los trazos milenarios. Hoy en día, ya hay incluso quien propone construir réplicas de centros históricos hiperturistificados, con el fin de descongestionarlos.
A pesar de las evidencias de las que disponemos sobre los impactos negativos que el turismo masivo tiene sobre la economía, el patrimonio y el bienestar, cuestionarlo sigue siendo tabú en nuestro país. Destinos turísticos de medio mundo se preguntan cómo frenar un alud de gente que son incapaces de gestionar. Sin embargo, aquí seguimos poniendo una alfombra roja a la explotación del territorio, la erosión del tejido social y la precarización de los trabajos y las vidas de los valencianos y valencianas, que no son sino el inevitable y comprobado resultado del turismo que pregona la Generalitat.
“Todo turista es un colono”, afirman las autoras de Jodidos Turistas (Antipersona, 2017). El País Valenciano, territorio colonizado en lo económico, institucional y lingüístico, tiene el imaginario de progreso parasitado por una imagen idealizada del turismo. Este se presenta como salvador de la economía, cuando en realidad la única intención de sus promotores es acumular capital y poder en medio de la orgía desreguladora que ha puesto en marcha el gobierno de Mazón. El turismo no crea riqueza, sólo la concentra.
Esta misma semana hemos podido constatar esta dolorosa realidad en palabras del yerno de Juan Roig y presidente del grupo inversor Atitlan, Roberto Centeno, quien afirmó que “Es una barbaridad que en la Malvarrosa haya un hotel y el resto sean VPO, un hospital y un instituto”. He aquí el núcleo fundamental de la cuestión, que Centeno explicita sin tapujos. El patrimonio más amenazado por el turismo no son los monumentos históricos, sino la posibilidad misma de una ciudad habitable. Una ciudad llena de vida y espacios compartidos, en la que no todo esté en venta y quienes allí residamos no seamos un souvenir más. Una ciudad en la que un frente marítimo pensado para la ciudadanía se considere un logro y no un lastre.
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