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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Está todo inventado (y eso es bueno)

Nos hacen falta menos ‘hub’ patrocinados por fondos de inversión y más supermanzanas en las que jugar y sentarnos en un banco, rodeados de verde y a la sombra de un buen árbol

Una supermanzana urbana.
Una supermanzana urbana.

Hace años que la palabra “innovación” se repite por doquier. Se utiliza como condimento para realzar el sabor electoral de políticas públicas, como arma de márquetin inserta dentro de estrategias empresariales, como leitmotiv de la marca personal de miles de cuentas de LinkedIn. Hay que ser innovador, desde luego. Porque... ¿quién querría dejar de innovar?

A la manera del término “sostenibilidad”, cuya banalización y vaciado de significado ha conseguido que apenas sirva ya únicamente como detector de greenwashing (miren si no cómo la repite el presidente Carlos Mazón cuando habla del turismo, actividad insostenible donde las haya), la innovación ha devenido glutamato discursivo para tratar de ocultar una realidad incómoda: que casi todo está inventado ya. No es que lo sepamos todo, ni mucho menos, pero sí es cierto que la mayor parte de los problemas actuales tienen una solución que no pasa por la innovación constante. Existe un enorme conocimiento acumulado sobre, por ejemplo, cómo adaptar el territorio valenciano a los impactos del cambio climático.

Mientras decimos que estamos innovando, y se suceden los proyectos piloto sin continuidad ni relevancia, pasa un tiempo precioso que no podemos perder. Tenemos claro cómo serán las ciudades valencianas del futuro. No hace falta inventar nada nuevo: menos coches, menos asfalto, más árboles, más espacios públicos, más equipamientos colectivos, más placas solares en los tejados. ¿Quién quiere una smartcity colonizada por startups y que funcione en base a una etérea digitalización pudiendo tener una urbe humanamente conectada, lenta, culta y saludable? ¿A quién le otorgamos la prerrogativa de innovar y a qué intereses sirve?

A riesgo de caer en tópicos, no hay más que ver los vídeos en redes sociales de quienes se han mudado desde Estados Unidos a ciudades mediterráneas como las nuestras: alucinan con la comida, sí, pero también (¡y mucho!) con la conexión social, con el transporte público y con la vida de barrio. Tejer ciudad no debería ser dar vía libre a la mercantilización de las relaciones humanas a través de aplicaciones móviles, sino posibilitar el encuentro, el cuidado y las actividades saludables. Nos hacen falta menos hub patrocinados por fondos de inversión y más supermanzanas en las que jugar y sentarnos en un banco, rodeados de verde y a la sombra de un buen árbol.

La cuestión fundamental es que las raíces de las problemáticas actuales, como el cambio climático, llegan a la dimensión estructural del sistema, y son por lo tanto difíciles de abordar desde su seno. La apuesta ciega por la innovación, entendida casi como la esperanza de que se sucedan pequeños milagros tecnológicos, tiene como objetivo que nos olvidemos de los fallos del sistema para convencernos de que hay que seguir hacia delante sin cuestionar los cimientos que sustentan el presente. Como si fuéramos médicos y quisiéramos innovar en pastillas para la tos, con el fin de recetarlas a los pacientes con cáncer de pulmón en vez de decirles que dejen de fumar inmediatamente.

Innovemos por una vez y cuestionemos el mantra de la innovación.

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