En la cabeza
Dos millones de luces led; 225 arcos luminosos; 9.125 plantas de flor de pascua; 19 árboles de Navidad; 837 personas sin hogar; 366 en albergues o en pisos tutelados; 471 en la pura calle
El rostro. El hombre no llama la atención. Esa invisibilidad es el drama.
Se sienta cada día a la puerta de una iglesia, siempre la misma, y espera la limosna, casi siempre de los mismos. Buenos días, gracias, adiós. Uno más. Invisible.
La primera vez que hablé con él me dijo que confiaba estar ahí solo unas semanas. Esperaba que alguien lo conociera y pudiera ofrecerle un trabajo. Pronto hará diez años. Ahí sigue.
Con la crisis perdió su empleo. Lo desahuciaron del piso. Se vio en la calle, con el vaso de plástico y la vergüenza. El vaso sigue, la vergüenza desapareció. Así ha ido envejeciendo: mimetizado con la fachada renacentista que le sirve de portal sin estrella ni buena nueva.
Cada vez que paso lo miro. Tiene muchas más canas. La mirada más desesperanzada. Los surcos de la resignación.
Solo hablamos una vez. Él ya no recuerda quién soy. Espero estar solo unas semanas aquí; pienso en esas palabras cada vez que lo miro. Han pasado diez años. Y ahí sigue. No llama la atención. Pero yo conozco su historia. Y sé que él quería salir. Y sé que diez años después –cuántos pensamientos en bucle caben en diez años de soledad sentado en el suelo de una iglesia– sigue ahí.
Aquella mañana en la que hablamos compartió conmigo dos lecciones de la vida callejera.
La primera lección era una paradoja. Que él, pese a todo, era feliz. Estaba mal, sí, pero era feliz. Porque tenía salud, porque no tenía antecedentes, porque no debía nada a nadie, porque había evitado el asidero del alcohol. Y que en cambio a otros, que pasaban bien vestidos delante de su contrapicado permanente, los veía infelices.
La segunda lección era una reflexión: Sólo se ve lo que se mira, y sólo se mira lo que se tiene en la cabeza. Eso me dijo. Que a él casi nadie lo miraba. Mobiliario urbano, mobiliario humano. Antes de despedirse para siempre lo repitió: Solo se mira lo que se tiene en la cabeza.
Los números. Dos millones de luces led; 225 arcos luminosos; 9.125 plantas de flor de pascua; 19 árboles de Navidad; 20 metros de altura del árbol central; veinte autobuses vinilados con feliz navidad; 837 personas sin hogar; 366 en albergues o en pisos tutelados; 471 en la pura calle; una pista de patinaje de hielo; un tiovivo; un tren infantil.
La obra. Sólo se ve lo que se mira, y sólo se mira lo que se tiene en la cabeza. ¿Qué tiene un creador en la cabeza?
Me gusta cómo funciona la cabeza de Paco Roca, ante todo una buena persona que lleva su bondad escrita en los ojos y en su sonrisa tranquila. Su proyecto artístico es uno de los más sólidos de la cultura valenciana. Ha dibujado y escrito de la vida de los ancianos en las residencias (Arrugas), de los campos de refugiados españoles en Francia (El ángel de la retirada), de los historietistas que desafiaron la censura franquista (El invierno del dibujante), de las esperanzas y desilusiones de los republicanos que liberaron París (Los surcos del azar). Esta semana publica un nuevo libro con el periodista Rodrigo Terrassa. Se titula El abismo del olvido. Cuenta la historia de varios fusilados en el paredón de Paterna y cómo la lucha de sus familiares por recuperar sus restos ochenta años después –cuántos pensamientos en bucle caben en casi un siglo de soledad frente a una fosa– sigue ahí.
Siempre emociona reencontrar el trazo de Paco Roca. En una viñeta de este libro hay dos soldados. Dos verdugos a su pesar. Antes de ejecutar el fusilamiento para el que han sido movilizados, un recluta le dice a su compañero: “Si no quieres que sufran, abre los ojos y apunta bien, ¡cojones!”. Una extraña forma de mirar y no mirar. Faire, laissez faire.
Hay quien dice que la cultura debe ser blanca.
Sólo se mira lo que se tiene en la cabeza.
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