Desconocidos
¿Entre quiénes vivimos sin saber nada de sus vidas? Eso es la ciudad, en parte.
El móvil. Ella ha venido de Ucrania y trabaja en una tienda de ropa. Su hermano lucha en el frente de guerra. Cada mañana, nada más levantarse en València, mira el teléfono. Es lo primero que hace. Como un tic. No mira los megusta; no está su vida para narcisismos fútiles, lujos propios del primer mundo. No. Ella entra en el whatsapp. Si su hermano se conectó hace unas horas, es que sigue vivo. Y entonces respira.
Ellos dos, una pareja de cincuenta años, también miran el teléfono de pie en la ancha acera. Acaban de llegar de Perú. Les dijeron que los pasajes incluían una habitación de hotel para las dos primeras noches. No ha sido así.
Preguntan, con el rostro tatuado de ignorancia, dónde pueden dormir. No tienen trabajo. Ningún contacto. No saben qué van a hacer.
Llevan como veinte cuadras caminadas. Parecen menos cansados que desubicados, como una brújula con la aguja quebrada. Ya es medianoche pasada. Uno los intenta ayudar para calmar su conciencia, porque si de verdad les quisiera ayudar les cedería su cama o un sofá. Pero no: les dice que la pensión más barata les cuesta ochenta euros y tienen que reservarla por Booking antes de la una de la madrugada.
Solo faltan diez minutos para que expire la oferta.
La mujer mira el móvil.
Dice que en su país todavía es de día, como si eso significara algo.
Dice que le están mandando mensajes de cómo están. Bien, contesta.
Ella no lo dice, pero ni sabe qué es Booking ni sabe, seguramente, cuánto son 80 euros. Mejor seguiremos buscando, dice él. Y se pierden, entre el frío de la noche y la soledad de las farolas, con las maletas a rastras.
El enigma. ¿Entre quiénes vivimos sin saber nada de sus vidas? Eso es la ciudad, en parte. Ese sentimiento de alienación naturalizada permea la magnífica exposición antológica de Juana Francés en el IVAM de Alcoi. Nacida en Alicante, Juana Francés fue la única mujer que integró el grupo artístico El Paso, la vanguardia comprometida de finales de los cincuenta, un arrebato contra la dictadura. Estaban Saura, Millares, Feito, Chirino, Canogar. También Juana Francés, tan olvidada.
Hay dos fases muy interesantes y contrastadas en la muestra.
Una –El hombre y la ciudad– explora la deshumanización urbana. Desde el informalismo matérico, Juana Francés expresó la opresión que ejercen sobre el individuo urbano el capitalismo, la sociedad de consumo, el estrés. Pintó a seres colonizados por una tecnología que los aislaba y los recluía en una soledad disfrazada de progreso. Grandes edificios, aparatos tecnológicos, incomunicación humana. Eso, en los años sesenta.
La otra fase son sus figuras enigmáticas. Especialmente esas mujeres pintadas sin boca en el rostro. Sin boca para hablar, protestar, reivindicar. Personas angustiadas. Incapaces de rebelarse con la palabra ante un sistema opresor.
Eso lo rompió ella. En una vitrina reposa un texto breve manuscrito por ella misma. “Razón y visión de mi arte –escribe–: Siento la ineludible necesidad de pintar, de luchar con el lienzo hasta poder volcar en él algo de lo que en mí existe. ¿Está en mí, dentro de mí, o fuera, rozándome siempre? Mi lucha es coger ‘ese algo’ con las manos, verlo con los ojos, petrificarlo allí en la obra. ¿Lo consigo? Nunca sé, al final, quién es el vencedor. Solo sé que he satisfecho, momentáneamente, mi imperiosa necesidad de expresión”. Qué censura puede cubrir esa boca.
La calle. En la ciudad, por las noches, andan ahora con capuchas y banderas. Hablan de putodefender España. Arengan a quemar sedes políticas. Dicen que España ha despertado. Tienen boca. De dónde vienen. De qué tiempo vienen. Quiénes son.
Mañana, a primera hora, ella mirará el móvil.
Ellos dos seguirán con las maletas a cuestas.
Desconocidos, todos, en la gran ciudad.
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