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La solución final de Santi, el parricida indolente de Elche

El menor, que asesinó a su familia, actuó sin dudas y sin plan de fuga. Según criminólogos y psicólogos, la riña de su madre fue el detonante tras una desconexión emocional anterior

La verja desde la que el parricida de Elche confesó el crimen aparece estos días con flores.
La verja desde la que el parricida de Elche confesó el crimen aparece estos días con flores.JOAQUIN DE HARO RODRIGUEZ

El relato del crimen que el triple parricida de Elche (Alicante) confesó a la policía cuando irrumpió en su casa habría sido más verosímil para sus vecinos si hubiera mentido. Si se hubiera inventado el asalto de unos extraños, por ejemplo. O fabricado una buena coartada sobre la muerte de sus padres y su hermano de 10 años, a tiros, y sobre sus cuerpos ocultos durante tres días en un cobertizo anexo a la vivienda. Lo que nadie imaginó, ni los agentes ni los vecinos, es que expusiera lo sucedido con frialdad, los mató y los ocultó para no verlos, y sin remordimiento alguno, aceptando el castigo cuando preguntó “¿cuántos años me van a caer?” antes de entrar en el coche patrulla. Santi, ese chaval “completamente normal, pero tímido”, que es como lo definen quienes lo conocían, se había convertido en un ejecutor implacable, en un verdugo.

Nada le afectó. Ni siquiera el trasiego posterior de policías que llegaron a la casa, en la partida rural de Algoda, donde apenas se suelen escuchar ruidos. No le alteraron las luces centelleantes de los vehículos policiales, las ambulancias, el ir y venir de los investigadores y los forenses, las preguntas, la confesión, el traslado al calabozo de menores de la comisaría. Nada. Durmió entre rejas esa noche “de un tirón”, como desvelaron fuentes del caso. La policía veló su sueño para evitar que se autolesionara. Pero nada perturbó su descanso.

La policía científica, junto a la casa donde se produjo el crimen de Elche.
La policía científica, junto a la casa donde se produjo el crimen de Elche.JOAQUIN DE HARO RODRIGUEZ

El juez decidió dos días después su ingreso en un centro de menores con un régimen cerrado, que supone la reclusión en las instalaciones. Allí ha mantenido la misma actitud “normal”.

Su conducta es digna de estudio. Y varios son los momentos que, según psicólogos y criminólogos, son determinantes para analizarla. El primero que, después de la bronca con su madre por su bajo rendimiento escolar y la amenaza de dejarle sin internet ni videojuegos, se recluyera en su habitación y urdiera la única solución que encontró para seguir jugando. El segundo, clave según los expertos, las horas que pasó esperando a su padre, tras matar a su madre y a su hermano. Y, el tercero, una vez ejecutada la idea, la limpieza y la espera a ser descubierto, sin un plan de fuga, jugando a la consola y comunicándose con sus compañeros para inventarse un confinamiento por covid.

Vicente Garrido, criminólogo y catedrático de la Universidad de Valencia, no encuentra en su actuación “ningún síntoma de pensamiento confuso”. Puede que sus vecinos lo estén. Él, no.

Elche (334.000 habitantes) tiene 30 pedanías. Algoda es una de ellas. Pero no se trata de un pequeño núcleo urbano, son cerca de un millar de personas diseminadas en viviendas unifamiliares. No hay edificios repletos de vecinos, pero allí se conocen todos. Tienen un grupo en la red social Telegram y miran con recelo si un mismo vehículo desconocido pasa varias veces por el mismo sitio. Saben lo que pasa en cada una de las casas que hay a lo largo de un camino sin arcenes que recorre la partida. O eso creían. Unos y otros veían pasear a la familia en bici. A la madre regando, o a los pequeños jugando en los columpios o con la canasta que tienen a la entrada de la casa. Se saludaban. A los pocos que oyeron los tiros de escopeta el martes del crimen no les extrañó el sonido. Tienen cerca una zona de caza menor y, entre los cultivos, es normal escuchar, de vez en cuando, disparos al aire para ahuyentar a los pájaros que se comen la fruta. Es, además, un ruido muy parecido al de los petardos que hacen explotar no solo en fiestas sino también tras algunos partidos de fútbol.

Santi duerme a pierna suelta mientras ha dejado un rastro de confusión a su alrededor. Miembros de la familia, amigos, vecinos, alumnos del colegio al que iba el hermano pequeño, profesores y compañeros del instituto al que acudía el parricida confeso están recibiendo atención psicológica. Porque nadie da crédito a lo sucedido. Santi no presentaba ningún signo externo de rebeldía, ni en su forma de peinarse, vestir o actuar.

En el trayecto del chico normal al parricida se habla de un detonante, la riña de la madre por sus malas notas y el castigo sin wifi y videojuegos. Para Enric Carbonell, doctor en Psicología y miembro del Instituto Universitario de Investigación en Criminología y Ciencias Penales de la Universidad de Valencia, la adicción es una cuestión fundamental y “vive el castigo como una agresión. Es como si a un cocainómano le tiraran por el váter su reserva de cocaína delante suya”. Pero no es suficiente. Para Paz Velasco, criminóloga y jurista, “tiene que haber habido pequeñas prohibiciones anteriores”. Vicente Garrido cree que ese detonante “es un elemento que pone en marcha la secuencia, pero con anterioridad se ha tenido que ir acumulando un profundo proceso de doble vía. Por un lado, de desconexión emocional con los padres, por leve que fuera, y, por otro, de expectación acerca de la violencia como posible solución a los problemas, el sentimiento de agravio y el atractivo de una solución definitiva”. Para el psicólogo Carbonell, existían “mil respuestas intermedias, incluso una agresión, pero el asesinato es un salto cualitativo”, dictamina.

El muchacho descerrajó dos tiros a su madre, uno de ellos por la espalda, otro a su hermano de 10 años y se sentó a esperar a que su padre llegara a casa. Su progenitor era un hombre alto, de cerca de dos metros, y corpulento, probablemente pesara más de 100 kilos. El chaval es alto pero delgado. Sin embargo, no encontró impedimento para trasladar el cuerpo hasta el cobertizo en el que guardaban la maquinaria para trabajar la tierra, donde arrinconó también los de su madre y hermano.

No tuvo dudas para, posteriormente, limpiar la sangre de su familia. Vicente Garrido y Enric Carbonell sostienen que su intención, posiblemente, no fuera esconder el crimen y los cuerpos, sino poder “hacer vida en esa casa”, “organizarse para poder vivir en ella y seguir jugando”. Sin plan de fuga.

Y eso es lo que hizo, jugar con su consola, liberado del castigo. Aliviado. “Es del todo lógico. Si la razón próxima (que no la profunda o causa primera) es la prohibición del juego por internet, en su mente lo más lógico es reafirmarse en que esa solución era la única posible si quería seguir jugando. Si no hubiera jugado sería el equivalente a haber matado a sus padres por nada”, explica Garrido. Carbonell sostiene que pudo vivir una realidad paralela pero no de forma permanente, porque hizo desaparecer de su vista los cadáveres, limpió el rastro del crimen y, ante la policía, no hizo ninguna referencia a “su mundo”. Ni se mostró confuso. Y después preguntó cuánto le iba a caer, consciente de que su acción iba a tener consecuencias.

El objetivo ahora es volver a la “normalidad”. A la de la ciudad reposada, a la del instituto blanco e impoluto recién estrenado, a la tranquilidad del camino del barranco en el que la presencia de una furgoneta activa los radares del vecindario. Él lo intentará hacer desde un centro de menores, desde el que, como en todos los casos, lo primero será asumir lo que ha hecho, algo que le acompañará toda su vida. Desde el primer día cumple con el orden impuesto: levantarse, asear su habitación, desayunar, ir a clase, salir al recreo, volver a clase, comer y participar en las actividades deportivas, de ocio o estudio. Ducharse, cenar y, algunos días, ver la tele. Lo hará desde el módulo de adaptación, en el que ingresan los recién llegados. Desde el primer día tiene asignado un grupo de observación y, para su reinserción, será fundamental el apoyo de la familia que le queda, tal como asegura el director de uno de estos centros. Parte de esa familia, las hermanas de su madre, ya ha manifestado su interés por saber cómo se encuentra. Mientras, en la reja de la casa P1 144 A del camino del barranco de Algoda, entre naranjos, granados y palmeras, se colocan flores. Y una luz sigue encendida.

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