El juicio de la historia
Jordi Pujol es un personaje ambivalente al igual que tantos otros de su época, como el rey emérito


La justicia está en manos humanas y contemporáneas. Sus sentencias pueden ser históricas, pero no constituyen el juicio de la historia, que exige el paso del tiempo y el trabajo de los historiadores, hasta agotar la materia e incluso el interés. De la sustancia destilada, pasados los años, una vez explotadas las fuentes y los documentos, puede que se deduzca un cierto juicio de la historia, sobre cuya verdad poco se podrá añadir.
Ahora Jordi Pujol comparece ante la justicia junto a sus seis hijos. Sabemos cuánto dieron de sí sus 23 años como presidente de la Generalitat de Cataluña. Poco se le puede discutir de su contribución a la transición democrática, su balance como constructor del autogobierno catalán o su aportación a la gobernabilidad, con González primero y luego con Aznar, pero en tiempos confusos como los actuales lo único seguro es que está lejos cualquier juicio definitivo sobre su obra.
No parece que sus méritos políticos más perennes tengan mucho que ver con las acusaciones que pesan sobre él, aunque de todos es sabido que aquellos años fueron una fantástica oportunidad de enriquecimiento para su numerosa familia, donde nadie ha destacado por su profesión liberal, su carrera científica o su labor artística, cívica o filantrópica, sino por su habilidad para los negocios a la sombra presidencial del padre, personaje ambivalente como tantos otros de su época, el rey Juan Carlos sin ir más lejos.
Como tantas veces, la justicia llega tarde y mal. Si atendemos a la opinión pública, la sentencia está dictada. Para unos, se trata de pecados veniales, instrumentalizados —‘policía patriótica’ mediante— para hacer descarrilar el procés o quizás chantajear al patriarca nacionalista hasta obligarle a oponerse a la secesión, en cuyo caso se habría conseguido exactamente lo contrario. Para otros, es la última oportunidad para entrar en el meollo del prolongado poder personal pujolista, caracterizado por su escasa rendición de cuentas, su poca transparencia y una sistemática patrimonialición del poder catalán y de la propia Cataluña, hasta el punto de situar a uno de sus hijos en la cúspide su partido, incluso con pretensiones sucesorias.
Queda lejos el juicio de la historia, cincelado por el gran escultor que es el tiempo. A veces engañan las apariencias, como hubiera sucedido si el ex presidente hubiera fallecido antes de la explosión mediática del escándalo. Si entonces la foto fija del punto final hubiera sido gloriosa, en las actuales circunstancias se antoja penosa y humillante, además de frágil.
Es difícil que alguien se perpetúe tanto tiempo en el poder, sin nunca encontrar el momento para ceder el relevo, y a la vez sea capaz de sortear la tentación del abuso y de la corrupción. Y todavía más si es bajo la presión de una avidez familiar que aumentaba a medida que crecían los hijos. Como sucede con frecuencia en la historia política, es la desmesura la que ciega a los poderosos hasta conducirles a la destrucción de su prestigio y a veces incluso a la devaluación de su obra.
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