El peligro se llama Yung Beef
El trapero desarboló el Sant Jordi Club con una tormenta de graves y rimas de ego, lujo, sexo, amor y drogas
Uno es el amigo, el consejero, el hermano mayor, persona con más influencia en los jóvenes que sus propios progenitores. Otro es el colega, el compañero de marcha, el inconformista que no soporta las normas, que ha pasado por procesos de autodestrucción poniendo en peligro su propia estabilidad emocional, también su salud. En escena uno viste el chándal de fiesta, sobrio y elegante, el otro es una estrella de vestuario deslumbrante. El primero es Morad, que llenó el Sant Jordi hace apenas una semana. El segundo es uno de los pioneros en España de las músicas urbanas, adepto al trap, adherido a su ego y de personalidad explosiva, la pura irreverencia y el desdén hacia las normas. A veces hacia sí mismo. Yung Beef. En la noche del viernes llenó el Sant Jordi Club, en torno a 5.000 personas a las que enloqueció azotando sus cuerpos con ritmos abrasivos y una impenitente cascada de rimas aceradas. Morad ha vivido el peligro de las calles, Yung Beef es el peligro.
Todo en el trapero granadino que en Barcelona vivió años de expansión con PXXR GVNG, es peligro. Ya su espectáculo se llama El día de la bestia, y estructurado en cuatro actos iba pautado por términos que se proyectaban en las dos pantallas del escenario como Lujuria, Ira, Pereza, Violencia o Fraude. Pecados capitales del siglo en curso. Él mismo, como las estrellas, apareció con un descomunal abrigo peludo que parecía inflado tras su paso por una inadecuada secadora, cabello fucsia, cara tatuada, patilla-pistola en la mejilla izquierda, verbo rápido, estruendo rítmico, vitalidad no deportiva. Cantaba Beef Boy y sus rimas presumían de escribir mierda en los cheques de las multinacionales. Poder y orgullo, desprecio a la industria musical, él, que siempre ha ido por su camino, aunque pueda derrapar en las curvas. Y sexualidad sin freno, dominante. El público, ensordecido por unos bajos capaces de hacer temblar las estructuras móviles del recinto, saltaba enardecido. Asistencia joven sin menores de 16 años, con mayoría de veintitantos e incrustaciones de treinta y pocos. Infierno, primera incursión reguetonera de la noche y El papasito, hip-hop de bombo y caja, mantuvieron la tensión. Bailarinas con un vestuario color carne ajustado a la piel acompañaban a la estrella, que cantaba sobre su propia voz sintiendo el poder. Filtros sobre filtros y filtro porque me toca. Y si me callo sigo cantando. Reía satisfecho. Y para cerrar bloque el orgullo del consumo con Valentino Demons donde afirma comprar prendas de lujo de Rick Owens (zapatillas deportivas a partir de los 600 euros). Fin primera parte. Apenas ocho temas enlazados sin respiro.
La segunda estuvo marcada por el feísmo torturado de cuatro comensales sobre una mesa, con las bocas dilatadas por dispositivos que dejaban dientes y encías expuestas. Con las manos comían espaguetis que eran apenas capaces de mantener en la cavidad bucal mientras en Singapur recitaba “y los sushis los vamos a hacer con trozos de gente”. Las drogas y el sexo, Percosex, o los jueces que encarcelan a padre, padrastros y hermano pequeño, No nos pueden soportar, azotaban a esos comensales exangües ya sobre la mesa en la que Yung Beef se subía. Ya se ha cambiado de vestuario, lo haría en cada uno de los descansos entre los bloques temáticos, y en la pista los móviles agotaban sus baterías de tanto grabar. Las bailarinas reaparecieron, esta vez maternales, con coches de bebé pero en una actitud que las madres no acostumbran adoptar en los parques. Mientras Yung Beef, seco y tieso como la mojama, no paraba de caminar por escena, como si inmovilidad equivaliese a declive y muerte. El griterío no cesaba. Hay momentos de remanso para la desazón romántica (y las drogas, claro) en Pastillistas y luego un subidón con Rosas Azules coreadas por la multitud que vio cerrarse el acto con EFFY.
Los temas no sonaban como en el disco, sino más ásperos, más crudos, más dinámicos, abollados y desportillados. El trap es punk, cuenta la intención, el descuido no descuenta. Cuesta seguir la letra, pero no importa, no hace falta entender lo que de memoria se sabe tras haberlo cantando infinidad de ocasiones, haciéndolo propio como un fragmento de la misma vida que se grita allí, en la individualidad que la multitud ampara. El reggaetón mandó en el tercer bloque, dominándolo de cabo a rabo. Yung Beef dice adorarlo. Pone la atención en Cherry, un tema que apenas tiene un mes. Dos bailarines y dos bailarinas, vendados como si estuviesen ingresados tras un traumatismo masivo se mantenían inmóviles en escena, transmitiendo inquietud, desasosiego, desazón. Efigies esculpidas en carne. La cámara se acercó a sus rostros de momia contemporánea, ojos inmóviles. Yuyu. Se descerrajó la locura con Cuando no era cantante y las cosas no eran como lo son ahora, cuando abro la boca y 5.000 personas gritan rendidas. El bloque se clausuró con Religión y se enfoca el final. Los cuerpos se detienen tras el cimbreo. Las caderas reposan. Los culos se calman. Se recupera el resuello. Pelvis en remanso.
Quedaba la apoteosis. Aparece en escena el emergente cuarteto madrileño-malagueño Disobey, y todo retumba en este local de difícil sonorización. Griterío y bajos, estridencia de agudos que parecen chasquidos reiterados, máxima expresión de la felicidad recitada entre brincos y carreras por escena. Quienes seguían el concierto desde atrás encuentran un motivo para ganar posiciones aproximándose al escenario. Son los invitados que más triunfan en la noche, en la que entre otros estuvieron Goa y GlorySixVain. Al poco apareció un estremecedor diablo negro con una cornamenta de ciervo emergiendo saliendo de la pelvis y que arrojaba sangre sobre Yung Beef por un orificio del pecho, herido en cuerpo y rostro por el rojo. La estrella demuestra porqué lo es con éxitos como Diablo, Cocotaso, Nike Tiburón y el Cigala de PXXR GVNG, que marcan la cima de la fiesta. Parece que ya no podía subir más el hervor, pero tras el último breve descanso reaparece Yung Beef con atuendo trufado con brillos sólo para cantar Ready pa morir. Y ya nada puede explicarse, sólo vivirse cerrando dos horas de calculado peligro, rimas con cadencia de kalashnikov y de una imperfección que en las claves de la noche es simplemente perfecta. Escenario a negro, luces del local encendidas. La noche acaba de comenzar.
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