En la mesa de disección de cadáveres escondida en el Raval
Los muros de piedra de la Real Academia de Medicina de Cataluña cobijan, junto a un deslumbrante anfiteatro anatómico, varios siglos de historia de la ciencia médica y un recuerdo encendido a las pioneras olvidadas
Sigue serena e incorrupta, exactamente igual que la última vez que alguien posó sobre ella un cadáver abierto. Hace ya más de un siglo de eso, pero por la mesa de disección del anfiteatro anatómico de la Real Academia de Medicina de Cataluña no han pasado los años. Si acaso, la historia, el relato de los primeros pasos de la profesión médica en España. Sobre esa losa esculpida en mármol del siglo XVIII, se estudió la anatomía humana con cuerpos de pobres que, literalmente, no tenían dónde caerse muertos. A la vista hoy, desde la cávea antaño ocupada por ávidos estudiantes de medicina y curiosos civiles amigos del morbo, la mesa vacía palidece y relumbra a la vez, a placer de la luz que entra por las vidrieras policromadas que sellan los muros del anfiteatro.
Hay que atravesar la muralla empedrada que abriga el antiguo recinto del hospital de la Santa Creu, en el corazón del Raval de Barcelona, para encontrar esa impoluta reliquia científica tallada en mármol. Ahí dentro, donde la medicina catalana empezó a caminar seis siglos atrás —el hospital de beneficencia, pionero en la ciudad, se fundó en 1401—, se levanta hoy la sede de la Academia, sobre las mismas paredes que antes albergaron el Real Colegio de Cirugía de Barcelona (siglo XVIII) y luego hospedaron la facultad de medicina (siglo XIX-XX).
Cada paso dentro de los muros de piedra de la Academia desbloquea un trocito de la memoria científica de Barcelona. Por esos mismos pasillos que hoy pisa cualquier curioso en una visita improvisada como la que nos ocupa, caminaron grandes nombres de la medicina. Santiago Ramón y Cajal, Pere Mata, Alexander Fleming. Y ahí se cobijan también, junto al deslumbrante anfiteatro anatómico, varios siglos de historia médica, los primeros pasos de la profesión en España y un recuerdo encendido a las pioneras olvidadas.
Lo más abrumador, sin duda, es la sala de disecciones que, con buen criterio, Bea, la guía de la Academia, deja para el final del paseo. El imponente anfiteatro anatómico era, en esencia, un aula de clase. Un lugar de práctica y ensayo, de estudio y conocimiento de las entrañas humanas desde los tiempos del Real Colegio de Cirugía de Barcelona. Del viejo hospital de la Santa Creu, que estaba a tiro de piedra del aulario, llegaban los cadáveres que luego se examinaban y, terminada la clase, los cuerpos se retiraban por una puerta al fondo de la sala. Ese paso daba a un callejón que conectaba con el corralet, el mismo depósito de cadáveres del hospital que, a principios del siglo XX, llegó a servir de inspiración a un joven Picasso para pintar La mujer muerta.
“Todo el edificio es de piedra para que la masa de aire frío de invierno haga de esto una nevera natural”, avanza Bea, entusiasmada con la pericia de entonces. En una época sin refrigeración, se antojaba complicado sortear los tempos y olores de la corrupción del cuerpo inerte, así que las clases prácticas de anatomía se limitaban al invierno. En verano, era inviable.
Alrededor de la mesa de disección se colocaban los maestros y el alumnado observaba desde la bancada. En la parte alta, sobre los balcones con celosías (hoy recién restaurados, por cierto), podían apostarse —o esconderse, si no querían ser vistos por temor a dañar su cristiana reputación— fisgones con posibles ajenos al interés estrictamente científico. En un contexto profundamente católico y temerosos todos de incurrir en prácticas anticristianas, cuenta la guía, los cadáveres y todo el instrumental empleado en la disección eran bendecidos. Por haber, había hasta una capilla dentro del anfiteatro —hoy es el despacho del presidente de la Academia—, con una pila de agua bendita en la puerta.
La promoción de estudiantes de Medicina de 1905 fue la última en recibir lecciones en el anfiteatro anatómico (luego la facultad se trasladó al Eixample). Pero la emblemática estancia, una de las mejor conservadas de toda Europa, nunca ha dejado de confeccionar y albergar nuevos episodios de la historia médica de Barcelona, como cuando el Nobel Alexander Fleming, descubridor de la penicilina, fue condecorado ahí como académico de honor. Sobre la cúpula del anfiteatro, rodeando la suntuosa lámpara de cristal de Murano que cuelga de los techos, permanece también indeleble el nombre de otros cuatro grandes de la medicina: el Nobel Santiago Ramón y Cajal, que impartió clase en ese edificio; Pere Mata, alumno primero e impulsor después de la reforma que unificó las profesiones de médico y cirujano; el gran anatomista Antoni de Guimbernat; y Miguel Servet, clave en la explicación de la circulación pulmonar.
No hay mujeres a la vista. Ni en los escritos de la bóveda, ni en las orlas colgadas en las paredes del edificio, ni en los retratos que flanquean la sala de presidentes de la Academia. Pero haberlas, haylas. Las hay hoy y las hubo entonces. Aunque sus nombres no suenen tanto (o nada). Elena Maseras. Dolors Aleu. Martina Castells. Ellas tres fueron las pioneras, las primeras en desafiar su mundo y matricularse en la facultad de Medicina. Bea, la guía de la academia, dedica un buen rato a recordarlas y contar su historia. Les da su lugar. En la visita y en la historia de la medicina.
Maseras, cuenta, fue la primera mujer en España en inscribirse para estudiar Medicina. Se le permitió hacer los exámenes por libre, pero no ir a las clases, repletas de varones. Y a pesar de todas las zancadillas burocráticas que se empeñaron en ponerle, logró licenciarse. Aunque nunca llegó a ejercer. Sin dinero suficiente para hacer el doctorado, terminó estudiando magisterio y trabajando de maestra.
Dolors Aleu, dice Bea, era “una mujer espectacular y brillante”. Y triunfó, a pesar de tener delante un entorno académico profundamente hostil con ella: los compañeros la esperaban para tirarle piedras y su padre llegó a ponerle un guardaespaldas. Aleu logró terminar sus estudios y fue, de hecho, la primera en ejercer la profesión.
También Martina Castells consiguió licenciarse, pero la fatalidad terminó pronto con su prometedora carrera porque recién entrada en la treintena, falleció al dar a luz. Todas ellas —y muchas más— abrieron camino. En la Academia hay apenas una decena de académicas numerarias, pero en las carreras de ciencias de la salud de Cataluña, el 70% de estudiantes son mujeres.
La visita termina en el mismo lugar en el que comenzó. En la entrada, a los pies de una estatua de Asclepio, dios griego de la Medicina. “Somos la reserva espiritual de la medicina catalana”, dirá después al teléfono el presidente de la Academia, Josep Antoni Bombí. Custodios de la historia médica que se construyó entre esos muros, el portavoz de la institución reivindica el papel de Cataluña en el porvenir de la medicina: “Cataluña es uno de los polos de la ciencia biomédica del sur de Europa”.
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