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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El otoño del independentismo

Mientras tanto la mítica del ‘procés’ se desdibuja en la escenificación del pragmatismo de Illa, al que el estado de ánimo colectivo da perspectivas de futuro

Josep Ramoneda
El presidente del grupo parlamentario de Junts, Albert Batet, escucha al presidente de la Generalitat, Salvador Illa, durante la sesión de control al Govern en el Parlament del pasado miércoles.
El presidente del grupo parlamentario de Junts, Albert Batet, escucha al presidente de la Generalitat, Salvador Illa, durante la sesión de control al Govern en el Parlament del pasado miércoles.Gianluca Battista

Mientras en Madrid el ruido ocupa la escena política a golpe de denuncias y esperpénticas ocurrencias, en Cataluña es tiempo de pausa. La política ha bajado de tono, coincidiendo, y seguro que no es casualidad, con el protagonismo de Salvador Illa, un hombre poco amigo de los espavientos, que se ha encontrado en el momento preciso en el sitio adecuado: una Cataluña en modo resaca, en fase de reparación. Es el largo otoño del procés. El resultado es una agenda de prioridades y servicios prácticos que la gran promesa había aplazado, que convoca a construir mayorías —aunque sean variables— para conquistas concretas, más acá del éxtasis patriótico. Y se nota en el día a día mediático, dónde aparecen carpetas rotuladas con eufemismos prometedores, como el llamado finançament singular, la estrella de la nueva etapa. Y de momento la nave va sin que se aprecien señales que anticipen un cierto retorno a la lógica de confrontación que añora el nacionalismo

El independentismo, que a ritmo lento va entrando en fase de reconstrucción, vive sin vivir en sí los efectos de la frustración y la dificultad de la readaptación después de una fase liderada por el caudillismo a distancia de Puigdemont y la autoridad vicaria de Junqueras. De manera que, ahora mismo, la incógnita principal es cuál de los dos sale primero, algo que en Junts es una condición necesaria para emprender el camino de futuro, y en Esquerra, a mi entender, es menos evidente.

Los republicanos están en episodio de renovación congresual, momento adecuado para a la exhibición de los trapos sucios y de las bajas pasiones. Evidentemente, los estragos electorales pesan. Su apuesta por la responsabilidad política ha tenido costes: combinando la mirada puesta en el procés con los acuerdos con Pedro Sánchez y los socialistas gobernantes en Madrid y aplicando el sentido común para investir a Illa, han dejado unos cuántos jirones de su piel por el camino. Precio: el castigo por parte de sus electores más frustrados por el atasco de la gran promesa. Con el pinchazo electoral, se ha abierto el discurso de la renovación. De pronto, cuando parecía que pese a todo Junqueras mantenía el pulso, gentes que habían estado a la sombra del hasta ahora líder indiscutible del partido se apuntan al ruido de la renovación. ¿Hay que colocar a Junqueras en el altar de los líderes del pasado? ¿Hay alguien en ERC con su capacidad, dignidad y autoridad para relevarle y hacer posible la reconstrucción del partido sin ponerse a remolque de sus rivales? ¿Hay otra vía que no sea su singularidad —nacionalismo de izquierdas— para recuperar el espacio perdido?

Lo de Junts es otra historia. Pretendieron el monopolio del independentismo después de un proceso de concentración, surgido del aluvión de la euforia previa al referéndum, que llevó a su casa a gentes que provenían de todo el espacio catalanista. Esta diversidad, en fase de realismo político, es insostenible. Y al mismo tiempo en esta amplia gama de aspirantes a liderazgo no se vislumbra ninguna figura con fuerza para dar el paso. Y ante la duda, todos se escudan tras la sombra de Puigdemont, que, aunque se puso en evidencia con su frustrado retorno anunciado, todavía sirve de coartada para la triada Turull, Batet y Rull, que no quiere soltar el mando, y para los demás, sin una figura visible capaz de romper la baraja, para seguir esperando.

Mientras tanto la mítica del procés se desdibuja en la escenificación del pragmatismo de Illa, al que el estado de ánimo colectivo da perspectivas de futuro. El problema de la política de las cosas concretas es que hay que conseguirlas.

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