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La crónica
Crónica
Texto informativo con interpretación

El día que Patrick Radden Keefe juntó a dos amigos cinco años después

El reportero y escritor desgrana en un seminario con periodistas la lucha por atrapar al lector

Rebeca Carranco
Patrick Radden Keefe, en unas escaleras del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB).
Patrick Radden Keefe, en unas escaleras del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB).Gianluca Battista

El encuentro inesperado es en la cafetería del CCCB. Los intentos repetidos de quedar se han visto frustrados por agendas laborales, obligaciones parentales, y la típica dejadez que tan bien suple Whatsapp, creando la ilusión de que se sigue siendo amigo de personas a las que apenas se ve. Pero nada suele interesar más a un periodista que el debate sobre el propio periodismo.

— ¿Tú también vas a la charla?

— ¡Sí!

Patrick Radden Keefe ha unido a dos amigos que la vida ha mantenido separados durante cinco largos años. El reportero del The New Yorker y escritor de éxito con tres libros en español y catalán (No digas nada, El imperio del dolor, y Maleantes), un cuarto que se puede encontrar de segunda mano (Escuchas) y un quinto a punto de ser traducido (The snake head), ofrece un seminario organizado por el CCCB, en el marco del programa de residencias internacionales del museo en el que participa desde junio, y que le ha llevado de tour por universidades, escuelas, medios de comunicación…

En el auditorio, 40 personas, la mayoría periodistas, pero también escritores, directores de documentales, críticos e incluso filósofos con devaneos políticos… Todos ellos unidos por unas preocupaciones similares, que salpican la charla, de más de una hora: la verdad, el escrutinio del poder, el futuro de los medios y las historias. 40 miradas y 80 ojos sobre este bostoniano de 48 años que llega sudoroso, con la pinta de “haber corrido un maratón” en Barcelona, en pleno mes de julio. “Estuve viendo el partido” [de la Eurocopa], se excusa el escritor por casi haber llegado tarde, sin saber que en estas latitudes no retrasarse puede ser considerado una ofensa.

La conversación arranca con la actual decadencia de la verdad, y la amenaza sobre los medios, en los que cada vez menos personas confían. Su fórmula repetida es el “escepticismo”, ante el poder, pero también ante las propias creencias con las que se abordan los temas. Y añade un elemento más, marca de la casa: las historias. Encontrar el “artilugio”, el hilo conductor, que sirve para contar un tema en general. En No digas nada, explicar las batallas cainitas del IRA a través del asesinato de Jean McConville, madre de 10 niños. En El imperio del dolor, tratar la crisis de los opiáceos en Estados Unidos a través de la saga de los Sackler.

“Lucho por la atención de los lectores en cada párrafo”, defiende, cuando se le interroga sobre el peso de su propia voz en sus historias y sobre el peligro de que sean leídas como novelas en lugar de como no ficción. Radden Keefe admite que no siempre se toma como un halago ese tipo de comentarios, pero habla sin temor de los trucos de los que se vale para entretener, además de informar: no soltar toda la información al inicio, usar técnicas narrativas el “cold open” (llevar a los lectores a una escena que no saben de dónde sale, y de ahí poco a poco conducirlos al tema central)… Pero sin cruzar nunca la línea de la realidad.

“No invento diálogos”, asegura, sobre la habitual práctica de recrear conversaciones y escenas en obras de no ficción. Es una lucha constante, insiste, en la que todo está pensado. Como cuando empieza No digas nada con Jean McConville preparándose una bañera. “Cuando se tienen hijos pequeños, a veces el único lugar donde uno puede gozar de cierta intimidad es el cuarto de baño, y con el pestillo echado”, escribe. “No puedo decir que es lo que pensó porque no lo sé”, admite. Pero es una reflexión general válida, justo en el límite, para entender lo que posiblemente supuso ese momento.

Y para que nadie le acuse de inventar, ofrece su propia “open kitchen” (cocina abierta): las notas a final del libro. Es la manera de solventar las dudas que legítimamente cualquier puede tener cuando lee en El imperio del dolor que Arthur Sackler y su segunda mujer, Marietta Lutze, compartían una fabulosa vida sexual. “Están muertos, y yo no estaba ahí”, bromea Patrick Radden Keefe. Pero en las más de 60 páginas de notas al final del libro, el lector puede comprobar que sale de un diario que la propia Lutze escribió. “Lo compré en Ebay”, confiesa Radden, luciendo la “transparencia” que necesita el lector.

Maestro de la atención, cuenta que su mujer le ha regalado unas gafas de sol para correr (ambos son aficionados) por el día del padre, sin que a él le entusiasmase la idea. Con poco tiempo para devolverlas antes de su viaje a Barcelona, se las llevó a la ciudad. El primer día que las utilizó, comprobó que le molestaban. “Me las quité y acabé corriendo con ellas en la mano”, con la conclusión clara de que le gusta correr porque es sencillo, “solo se necesitan unas zapatillas”. “Correr es como el periodismo, solo necesitas una libreta, un bolígrafo y hablar con la gente”, remata, en esa especie de cold open que acaba de protagonizar.

Radden Keefe se despide con la idea esencial que todo periodista no debería perder de vista: el impacto de la mayoría de las cosas que se escriben es menor. Y en el camino, deja algunas recomendaciones más: bajar todos un poco el ritmo de la producción, informar con calma (también de Trump), mantenerse alejado del activismo, la verdad como la mejor herramienta, sobre todo cuando te quieren demandar… Y la mirada puesta en los dos grandes retos de un futuro inmediato: la inteligencia artificial y el cambio climático.

“Estoy aquí hasta agosto”, dice uno de los amigos después del seminario con Radden Keefe. “Nos llamamos y nos vemos antes de vacaciones”, le responde el otro. Probablemente, nunca más volvieron a verse.

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Sobre la firma

Rebeca Carranco
Reportera especializada en temas de seguridad y sucesos. Ha trabajado en las redacciones de Madrid, Málaga y Girona, y actualmente desempeña su trabajo en Barcelona. Como colaboradora, ha contado con secciones en la SER, TV3 y en Catalunya Ràdio. Ha sido premiada por la Asociación de Dones Periodistes por su tratamiento de la violencia machista.
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