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CONCIERTOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Estopa: cuando lo normal es extraordinario

Unos emocionados hermanos Muñoz montaron su barrio en el Estadio Olímpico de Barcelona ante 60.000 personas rendidas y exultantes

Los integrantes de Estopa, los hermanos Muñoz, durante su actuación este miércoles en Barcelona. Foto: ALEJANDRO GARCIA (EFE) | Vídeo: EPV

El barrio, con su ética, estética, valores y sentido del humor, vino a la capital para decir que también existe, que puede no ser cosmopolita, sofisticado, sutil, menos aún turístico y exportable, pero que es una realidad más tangible que un bloque de granito en la autopista: se puede simular que no se ve, pero si no se maniobra estamparse contra su realidad resulta impepinable. El barrio, los barrios de toda Cataluña y en especial los de la zona metropolitana que David Muñoz listó en un momento de su concierto, esos barrios en los que suena la rumba y el flamenco ante una tapita de rejos, en un bar que perfectamente puede llamarse La Española, como en el que crecieron, son el humus del que hace 25 años surgió Estopa, que se coronaron en el Estadio Olímpico este miércoles en un concierto cuyo significado permanecerá en la memoria musical de Barcelona. Hubo mucho de reivindicación no manifestada como agravio, sino como celebración, hubo un mirarse al espejo y verse guapo, lucir hermosa en el hormigón y decir con alegría que esos lugares en los que se habla de “racholas” forman parte de lo que somos.

Fue por lo tanto un concierto de emocionante autoafirmación. En todo. David, el de verbo más fluido de la pareja, siempre secundado por la sonrisa de sabia aprobación de Jose y su sempiterna coletilla colgando de la nuca, se puso humorísticamente a la altura de Springsteen mientras se bebía una cerveza en escena, “Bruce no tiene huevos de tomarse una birra aquí”, y de Rammstein (reyes del fuego), “esos no encendieron el pebetero, nosotros lo queríamos hacer y nos dijeron que no había gas, vaya excusa de gilipollas”, dijo entre risas. Incluso al final parecía achispado, aunque debía ser la emoción. Se rieron también de manera implícita de los efectos especiales, pues la aparición de un Seat Panda en Camiseta de rockanrol se hizo empujándolo, pura tracción animal, e incluso que sólo funcionara un mustio limpiaparabrisas denotaba la palmaria ancianidad del vehículo. En pantalla obras, andamios, zanjas, bloques de periferia, trenes de cercanías –parados- y viaductos, paisajes reales que suelen esconderse y que en el Olímpico se lucieron. En la boca bares, alegría, cervecita fresca y la celebración de la proximidad, ese concepto preexistente a su moderna utilización. Todo era nítido, no había segundas lecturas. Sólo les faltó decir “vimos eso de las pulseritas con lucecitas de Coldplay y pensamos, ¡qué guapo!, lo haremos también nosotros”. Lo hicieron. No pareció una copia, sino el uso de un recurso que quizás no vieron y menos aún vivieron bastantes de los allí presentes, parte activa de aquel tapiz de luciérnagas.

Una treintena de temas sellaron el pacto de fidelidad entre Estopa y su parroquia, toda local. Rumba y rumba rock como menú de un concierto que tuvo un sonido más bien deficiente, aunque puestos a tirar de barrio podría decirse que el de los autos de choque en fiestas, o el de la disco móvil puede ser peor y está asumido. Lo popular puede tener un punto de cacofonía que se asocia a la imposibilidad de regular la fiesta, espacio abierto a lo imposible, ámbito que inspira temor en el poder. Ese poder que en otro sentido vivieron Estopa, estupefactos al comprobar que cualquier sugerencia -mover los brazos, agitar las manos, hacer palmas, corear cuando no directamente cantar estrofas de sus canciones-, era obedecida por la masa. Bien es cierto que siempre ha pasado en sus conciertos, pero jamás con tanto personal solícito. Esa sorpresa genuina es lo que diferencia a los hermanos Muñoz, sin duda hijos de una esforzada educación de antes, de otros y de otras. En su caso la vida ha funcionado como antes se decía que la vida funcionaba. Y probablemente eso ven en ellos quienes ayer se derretían con sus clásicos, se metían en el cuerpo solo de batería o parones aflamencados a base de cajón: veían gente sin doblez, de fiar. Tanto fue así que hasta David explicó que hacer la lista de invitados le costó un horror, pidiendo disculpas por si se había olvidado de alguien. ¿A alguien se le ocurre que una estrella se ocupe de la lista de invitados y de hacer llamadas para confirmar asistencias?

En el sumun de la reivindicación periférica, David apareció en Partiendo la pana abrazado a una farola en movimiento, ese mudo cómplice de borracheras y de moraos de hachís, que en esos casos y por fortuna permanece inmóvil. Y aunque la clase obrera como tal esté más desdibujada que la impresión del sol naciente de Monet, se entendió perfectamente, como a Monet, qué quería decir cuando le dedicó Pastillas de freno. También lo que había tras la dedicatoria de Ojitos rojos a “Lamine Yamal y a su papá” o esa conexión que sugiere un himno sin letra cada vez que una masa, como ayer, cantaba un “lo lo lo lo lo lo” de alegría beoda que despidió Paseo, como en el tema protagonizado por ellos mismos, borrachos de cerveza. Si es que hasta el batería se fumaba un cigarrillo mientras tocaba. Los barrios también cambian, pero hay en ellos algo inmutable que David y Jose han sabido captar y representar con su nada forzada normalidad, esa que les mantiene aún hoy haciendo vida de barrio y prefiriendo la comida de su madre a la de los restaurantes de postín. Que el éxito no les haya convertido en unos cretinos alejados de sí mismos es una de las explicaciones de ese mismo éxito. Proximidad de la de antes, normalidad hoy extraordinaria.

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