Envidia catalana
Sana envidia, sí, catalana y española. No solo por la eficacia y rapidez del relevo en el Reino Unido, sino por el juego limpio
De un sistema parlamentario que permite cambiar el gobierno al día siguiente de haber votado y de la elevada factura que los votantes británicos han pasado a los conservadores en general, a los unionistas del Ulster en particular y también a los nacionalistas escoceses por sus numerosos pecados políticos, y destacadamente por el Brexit. La correlación temporal entre la larga crisis británica y la catalana es extraordinaria, con el coincidente punto final de 14 años de conservadurismo post thatcherista y de nacionalismo pospujolista en los gobiernos de Londres y de Barcelona.
Más intensa aun es la correlación ideológica, sea desde las añoranzas del imperio perdido o desde las ensoñaciones de la soberanía nacional que nunca existió, hermanadas por la idea de independencia —una de Europa, la otra de España—, el método unilateralista —uno legal y el otro fuera del marco constitucional— y su capacidad imaginativa y tergiversadora. Sorprende tanta coincidencia, incluso en el carácter de los personajes y el estruendoso fracaso final, del Brexit y del Procés, la decadencia política, el retroceso económico, la división de la sociedad y la pérdida efectiva de soberanía a la que se ven castigados quienes queriendo más renuncian a la única eficaz y realmente existente, que es la compartida.
Artur Mas es nuestro David Cameron, tal como ha señalado Jordi Amat. Dos aventureros, frívolos e irresponsables, prototipo de cierta clase dirigente inglesa y catalana, a los que les sucede la saga del disparate: Theresa May, Boris Johnson y Liz Truss, hermanados con Quim Torra y Carles Puigdemont. Y el ligero alivio final de un sonoro pero decente fracaso, el de Rishi Sunak y de Pere Aragonès, con el que se cierra la puerta al desgobierno y se abre a la gris normalidad de los países gobernados: segura y envidiable con Keir Starmer y todavía pendiente del hilo trémulo de Esquerra con Salvador Illa.
Los paralelismos no terminan ahí. Semejantes son los desperfectos en el sistema de partidos, perfectamente explicables por el carácter destructivo populismo que impregna ambas historias, hasta poner en peligro el futuro del partido conservador y de los partidos nacionalistas catalanes. Y semejantes los brotes que crecen junto a sus troncos agostados de un populismo todavía más tóxico, directamente xenófobo sino fascista.
Tan semejantes que la explicación que sirve para un fracaso sirve también para el otro: “Estaba basado en ficciones, no había plan alguno, ni acuerdo interior sobre el objetivo, ni posibilidad de crear su propio régimen y de negociar una salida que fuera mejor que el status quo, y solo una incógnita, no sobre si terminaría con éxito, sino hasta dónde llegaría el fracaso”. Lo escribió el periodista Fintan O’Toole en 2018 en un libro sobre la secesión británica de Europa y vale casi entera para la catalana de España (Heroic Failure. Brexit and the Politics of Pain).
Sana envidia, sí, catalana y española. No solo por la eficacia y rapidez del relevo, sino por el juego limpio. ¿Cuándo hemos visto entre nosotros que vencedor y vencido se respeten mutuamente y reconozcan su decencia como han hecho Sunak y Starmer? A pesar del Bréxit, ¡cuánto nos queda por aprender de la democracia británica! Ese espejo, tan utilizado en Cataluña para la propaganda, puede prestar todavía algún servicio si los nacionalistas, unos y otros, se molestan en utilizarlo. Fácilmente concluirán que cuanto más se atrase la formación de gobierno en Cataluña, sobre todo si se repiten las elecciones, más cara será la factura que les pasarán los ciudadanos por esos 14 años perdidos sin remedio.
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