Bruce Springsteen confirma el milagro de cada gira y reparte felicidad en Barcelona
Orgulloso y tenaz, superó sus limitaciones frente a las 58.000 personas congregadas en el Estadio Olímpico
Ocurre siempre. La masa individualizada es una molesta cacofonía de conversaciones, pero cuando se intuye su presencia, se torna una sola voz unificada por la emoción y converge en un solo grito, unificado y abrumador, que brama “Bruuuuuucccceeeeee”. Volvió a pasar ayer, en un Estadio Olímpico con 58.000 personas que fueron testigo del voluntarioso vigor de una persona de casi 75 años que así como Bill Withers dejaba de tartamudear al cantar se tonifica cada vez que tiene un estadio ante sí. Y siempre pasa igual, se repite un ritual con leves retoques, el público, que sabe que se lo pasará bien se lo acaba pasando incluso mejor de lo esperado y ese pequeño milagro laico vuelve a producirse nuevamente. Todas y cada una de las veces. Desde hace años. No parece tener fin. La Virgen de Lourdes de los agnósticos. No provoca curaciones, no se aparece en una gruta y al contrario que la Virgen promete la felicidad ahora, en esta tierra, no en el más allá.
En su primer concierto barcelonés de esta gira alargada que ya pasara el año pasado por el mismo lugar, Bruce Springsteen, el Jefe, volvió a hacer feliz a una multitud. Parece un milagro. Y lleva camino de alcanzar con su E Street Band las 18 apariciones en Barcelona que la pastorcilla María Bernarda Sobirós contempló en la gruta de Massabielle. La única diferencia entre aquella criatura y las 58.000 de anoche es que una se quedó pasmada y la multitud gritó de puro pasmo. Lo hizo con la inicial Lonesome Day, imponiendo esa felicidad sonora a la barahúnda que aún brotaba en escena con My Love Will Not Let You Down, Cover Me y Radio Nowhere, novedad en un repertorio que incluyó casi los mismos temas que sonaron en Madrid aunque en otro orden y suprimiendo las novedades del tercer concierto en la capital. Es lo que tiene llevar un escenario grande pero pelado, carecer de efectos especiales y no contar con bailarines: sólo hace falta decidir los cambios y gritar “one, two, three” como hace Springsteen. Lo demás viene solo.
Hasta el octavo corte Darkness Of The Edge Of Town no hubo cuartel, ni para su voz, que en esta composición quiso sonar plena, como para corregir un comienzo titubeante en el que no llegaba al tono. Pero hasta en eso Springsteen es diferente: así como hay artistas que pese a la edad fracasan intentando subir y subir, esperando del público el agradecimiento solo por la osadía de desafiar a la naturaleza, Springsteen sube lo que puede, de suerte que no castiga su voz y mantiene un tono más que aceptable y continuado. Recursos como hacer cantar al público, tal que en el inicio de Hungry Hearth o más tarde en The River, o bajar el tono para poder llegar bien, caso entre otras de The Last Man Standing, y tirar siempre de unos coros con alma soul son otros recursos de gato viejo que conoce hasta dónde puede llegar y sabe que su negocio no es cantar como en los concursos de talentos de la tele.
Por cierto, a propósito de Last Man Standing, canto a la vida a propósito de la muerte, dedicada a George Theiss, compañero en sus años juveniles, tanto su alocución como la letra del tema aparecieron en pantallas subtituladas en catalán. Bruce usó este idioma en varias ocasiones, una deferencia ya habitual en él. “Una nit preciosa” llegó a decir. A partir del décimo tercer tema, My Hometown, Bruce y su banda, espléndida ya, con un Little Steven que definitivamente es en escena más el personaje de Lilyhammer que el de Los Soprano, abordaron la parte inamovible de su repertorio, la de los éxitos que ofrecieron los momentos de entrega más plásticos del público, ondulando sus brazos, haciendo aletear las manos como si miles de mariposas volasen justo por encima de sus, bailando, botando y, al parecer, llegando a conmover al propio Bruce, que añadió un tema más al repertorio, Rockin’ All Over The World, de John Fogerty, antes de finalizar en toma acústica con I’ll See You In My Dreams.
Él también saltó en escena con Dancing In The Dark, alegre y feliz; se quitó chaleco y corbata para quedarse en blanca camisa en la soulera Tenth Avenue Freeze-Out. Paseó ante el público, dio el micro a una jovencita que, o no se sabía el estribillo de Waiting On A Sunny Day, o tener tan cerca al Jefe hizo que se quedase tan tiesa como la Sobirós en Lourdes. En She’s The One cambió su armónica por un sobre de jamón, pata negra, es de esperar, y en el primer bis, Born In The USA, con las luces del estadio encendidas para aumentar el sentimiento de comunión, sacó lo mejor de su voz como antes había hecho en la sentida interpretación de Backstreets. Y vale, no hay efectos especiales, pero los perfiles que las cámaras dieron de su rostro en temas como The Rising, parecían postularlo para ser esculpido en el monte Rushmore. En definitiva: “milagrosamente” lo de siempre.
Cierto que no ofrece un disco estimable desde hace mucho tiempo, Born To Run fue el más recurrido, que no mantiene la vigencia continuada de artistas como John Cale o Brian Eno, que carece de la sofisticación escénica de David Byrne, que su distancia con la realidad que explica es oceánica y que sus años mejores no están por venir, pero los conciertos de Bruce Springsteen, un hombre de verdad, que hubiesen dicho Dinarama, siguen conmoviendo porque mantienen el vigor y la electricidad emocional que su honestidad artística exige y porque es el último gran mohicano de un siglo que vio nacer tanto al rock como a la inmensa mayoría de quienes lo vieron en el Olímpico casi como una aparición. En cierto modo lo es.
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