Dos años y medio buscando a Pol Cugat, asesinado mientras vigilaba una plantación de marihuana
La familia del joven barcelonés, de 25 años, pide ayuda para encontrar su cadáver, que sospechan que sigue escondido en Castelldans
A sus 25 años, Pol Cugat intentaba salir adelante por sus propios medios. “No quería que le ayudara nadie”, explica su madre, Carme Peguero. Por eso, cuando se vio sin un duro se metió a vigilar una plantación de marihuana, de la mano de un antiguo amigo de escuela, en una masía apartada de Les Borges Blanques (Lleida). “Si le hubieran propuesto guardar cocaína, hubiese dicho que ni de broma”, añade el abogado de la familia, Josep Lluís Jordan. El trabajo le duró unos tres meses. El 21 de octubre de 2021, Pol fue asesinado en su precario empleo, que sus padres desconocían. Desde entonces, su cuerpo sigue desaparecido. “No te puedes despedir, no puedes cerrar el círculo, y te preguntas en qué has fallado”, lamenta su madre, que solo espera que alguno de los implicados en la plantación rompa la omertá, y hable de un crimen que trataron de enmascarar como un narcoasalto.
Al menos diez personas saben detalles del asesinato de Pol: es el número de imputados que mantiene el juzgado de instrucción 4 de Lleida. Dos de ellos llegaron a ver su cuerpo ensangrentado, con una bolsa en la cabeza, tumbado de espaldas en un colchón, con las manos atadas a la espalda. Aseguran que lo encontraron un viernes en la primera planta de la masía de Les Borges Blanques en la que vivía, pero no lo denunciaron ante los Mossos hasta el sábado. Y cuando lo hicieron, fue de forma “confusa y poco concreta”, sin ni siquiera facilitar una dirección exacta de la casa, según recoge el atestado policial. Bien asesorados, acudieron con sus abogados y dejaron los teléfonos móviles en casa.
La teoría de la familia es que tardaron dos días en ir a la policía para ocultar los rastros del crimen, cometido el jueves, y recolectar la marihuana que cultivaban en los bajos. Los Mossos ya solo encontraron los restos de una plantación sofisticada, con cables sueltos de ordenadores, ventiladores y luces, y el colchón manchado en la primera planta junto a las tijeras de podar con las que sospechan que le mataron. El día del asesinato empaquetaban el cultivo indoor para enviarlo a Italia, elucubra el abogado. Y ese día también debían pagar los 12.000 euros pactados a Pol por los tres meses de custodia. Antes, el joven barcelonés ya había manifestado a sus amigos que tenía muchos problemas con su jefe, que le “incordiaba”, que la relación estaba “fatal” y que le iba a pedir todo el dinero que le debían y se iba a ir. También se quejó a su madre, pero sin contarle que vigilaba una plantación. “Me dijo que hacía de guardia forestal, de jardinero”, recuerda.
Ante la policía, quienes hallaron a Pol muerto deslizaron la hipótesis del vuelco: que otros traficantes le hubiesen matado para robar la droga. Y los Mossos lo contemplaron como una posibilidad que provocó, según la familia, que no se priorizase encontrar el cuerpo. “Nos sentimos muy solos”, lamenta Carme, sobre las primeras búsquedas. Opina que los Mossos lo enfocaron como un caso más de tráfico de drogas. “Ni siquiera movilizaron a Protección Civil ni a los bomberos”, explica, sobre las expediciones para localizar a su hijo. De aquellos primeros días, aún recuerda al mosso que les afeó el despliegue de amigos sobre el terreno: “Ahora os tendré que vigilar a vosotros porque sois de Barcelona y aún os caeréis por aquí”. “Nosotros íbamos por un lado y la policía, por otro”, resume. Tampoco les ofrecieron apoyo psicológico de emergencia. “El equipo de atención a las familias de los desaparecidos de los Mossos lo busqué yo”, se queja.
La familia tuvo que esperar a que se descartara el narcoasalto para sentir el esfuerzo por dar con su hijo, un chaval normal, alegre, entregado a la montaña, que había trabajado de todo: en residencia de ancianos, desinfectando granjas de cerdos, en el bar del pueblo… Los Mossos lo buscaron con drones y con perros, sin éxito. Mientras los investigadores cerraban un círculo que enseguida se estrechó en torno a una persona: Alberto B., el hombre de 46 años vinculado a la plantación de les Borges Blanques que no se presentó a denunciar la muerte de Pol, como había pactado con el resto, y que desde entonces estaba desaparecido. Otros implicados le señalaron, y la reconstrucción de lo ocurrido conducía a él.
Una de las claves es el coche de Pol, un Renault Modus, que fue hallado un día después de su muerte, aparcado cerca de la facultad de agrónomos de Lleida. Las cámaras mostraron a un hombre que salía del vehículo, con una característica chaqueta con capucha y una franja blanca en la parte superior del brazo. La misma chaqueta que luce poco después Alberto B. cuando toma un AVE hasta Barcelona y cuando se presenta en casa de su madre. Quien condujo el coche de Pol iba manchado de su sangre, porque se halló en los pedales, donde se apoya el pie del conductor, y en el respaldo del piloto. También encontraron sangre de Pol en el Golf que conducía habitualmente Alberto B., y unas bambas manchas con restos del investigado. Todo eso unido a que no se había presentado a denunciar la muerte en la comisaría, a que su teléfono estuvo en modo avión toda la noche en la que se sospecha que se deshicieron del cuerpo de Pol, y que se había esfumado de la noche a la mañana lo convertían en el principal sospechoso.
En los ocho meses que estuvo desaparecido, la policía reconstruyó la vida de Alberto B. Su entorno lo definía como un hombre adicto a la cocaína, muy agresivo, que cuando consumía perdía los estribos. Así lo demuestra también su historial de antecedentes policiales, por delitos como detención ilegal, atentado a la autoridad o malos tratos. Llevaba un alto nivel de vida, conducía vehículos de lujo, vestía ropa cara y pagaba en metálico, sin que se le conociese un trabajo. En los registros en la habitación que alquilaba en Barcelona, los Mossos hallaron diversas anotaciones sobre el coste de poner en marcha una plantación de marihuana y los beneficios que ponía obtener.
El 23 de junio de 2022, Alberto B. se presentó en una comisaría de los Mossos. Antes había visitado a su madre, con un aspecto muy desmejorado, el pelo largo y muy flaco. Su hermano le recordó que la policía le buscaba, y al final acudió él. “Sé que me estáis buscando, yo no me escondo de nada”, manifestó a los agentes. El juez decretó su ingreso en prisión por el homicidio de Pol, donde permaneció hasta el 7 de abril de 2023. Desde entonces, está en libertad con la obligación de personarse en el juzgado cada lunes. El instructor considera que no hay nuevos indicios que justifiquen que siga encerrado, y que ya no hay riesgo de destrucción de pruebas. Desde que está suelto, su antigua casera le ha denunciado por amenazas.
“A los 25 años todos hacemos muchas tonterías”, suspira su madre, sobre lo que llevó a Pol a estar “en el lugar y el momento equivocados”. Su familia —sus padres, su hermano mayor y su hermano gemelo— van tirando. La única esperanza es encontrar su cadáver, que sospechan que sigue en Castelldans, un pequeño municipio de camino a Lleida, donde creen que lo escondió el asesino. Allí dio por última vez señal el teléfono de Pol. “Esperamos y deseamos que el móvil esté con el cuerpo”, confía Carme, que espera que Google finalmente acceda a darles la ubicación que no han logrado con las antenas de telefonía. También acuden a los medios por si sirve para refrescar memorias. O por si alguno de los supuestos amigos de Pol, los mismos que le dijeron a su madre en el juzgado, sin osar mirarla a la cara, ni mirar la foto de Pol, que contarían toda la verdad, cumplen su palabra.
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