Los tres días de Morad en el Sant Jordi de Barcelona: hermano mayor, colega, ejemplo
El rapero de La Florida y su ética urbana desencuadernan un Sant Jordi Club juvenil
Palau Sant Jordi Club, 20.15h. Una cola más larga que la historia de mil aspiraciones frustradas guarda paciente su orden. Humedad y frío. También sonrisas y expectación. Se oye “a ver si vemos a papá, que trabaja en seguridad”. Hay críos y crías, muchos adolescentes. El más viejo del lugar debe tener, padres descontados, no más de 24 años. Se habla abrumadoramente castellano. Hay mucha capucha. No por el hip-hop, es que llovizna. El barrio llega a la gran ciudad. Si cambiamos sudaderas por chupas de cuero, hurtamos 40 años al calendario y sumamos ocho al público estaríamos frente a fans de la Trapera. Hoy el ídolo no usa guitarra, pero la palabra sigue siendo la ley. Otra ley se impone, y las criaturas son olisqueadas por perros que buscan droga. Algún porro encuentran, rompiendo la magia antes de que se despliegue. Un rito más del mundo adulto, este no tan deseado como escuchar a Morad, el más reciente portavoz del barrio, base de éticas nacidas casi con la misma ciudad.
La Florida: bloques, inmigrantes, humildad y chándal. También amistades, lealtades, familia, esfuerzo y esperanza. En el horizonte, una vida mejor, en el día a día la constatación de haber nacido lejos de ella. Por eso los atajos para alcanzarla, ajenos a la ley. Y por encima de todo, orgullo. Es el barrio, son los principios de Morad los que rinden. Ellas, las que dentro del recinto gritan como locas cuando sale a escena, no se derriten con baladas de amor y “te quieros”, ellas, a través de Morad, cantan las crónicas que hablan de carretera, respeto a los padres, pérdidas de amistades, encontronazos con la ley, drogas y decepciones. Los adultos han hecho cambiar los tiempos para luego quejarse de los resultados, pues ellos no quieren así a sus jóvenes. Todo se repite. Menos las formas.
Menudean los teloneros. Salen a escena, no se presentan, sus canciones, ya populares, lo hacen por ellos. Morad también era casi una estrella antes de publicar su primer elepé, el que esta noche presenta en el primero de sus tres Sant Jordi Club, en conjunto un Sant Jordi que podría haber llenado. Aparece en escena más solo que Gary Cooper, pero el único peligro lo filtra en algunas letras. Tiene planta. Más que eso, solo con verlo se intuye carisma, determinación, inteligencia natural y cero sentido de la autodestrucción, tan propio en los díscolos de hace 40 años. Chándal elegante de marca, deportivas más blancas que esa sustancia que rima con Estopa, una de las canciones de Morad. Tributo a otros súper héroes de barrio, que diría Kiko Veneno. Las pantallas iluminan la oscuridad de la sala, que ya bulle. Apenas un par de hiyabs. Presencia magrebí especialmente en la zona de invitados, los colegas. La entrada cuesta más de 30 euros, una limitación para los que no han encontrado en el rap una forma de tenerlos. “Soñaba con el camino, pero lo he podí'o lograr”, canta en la tercera pieza, Soñar. Presentándola explica la importancia de imaginar una salida a los problemas. No habla de ascensores sociales, no funcionan, ni de formación, a menudo inasequible o insuficiente, ni de oportunidades, eslogan de educación privada, habla de creer en uno mismo.
Esa seguridad en sí mismo es otro de los ganchos de la popularidad de Morad entre su público. Es fuerte, es calle, pero no proyecta solo testosterona, que sí, sino también fidelidad y sentimiento que le ayudan a mostrar fragilidad. Como en Soledad, la pieza mejor resuelta escenográficamente, con el cámara que durante el resto del concierto le ha venido persiguiendo por escena como becario a un sueldo, ahora agachado frente a él le capta en un contrapicado que equilibra su fragilidad. Solo hay eso en escena durante el concierto, Morad, un cámara ataviado como un ninja urbano y el gran espacio de la escena. Solo necesita un micro para llenarlo. No es ni el primero ni el último gran escenario que verá su gesticulación, no exagerada, ni sus movimientos, un caminar no apresurado. El vacío hace más grande su figura. Donde otros se achatan, él se crece. La austeridad cisterciense frente al fasto vaticano.
Voz firme, temas en dos o tres modalidades. Contrapuntos rítmicos y cuando sube la velocidad un bombo arrollador. La secuencia Yo no voy, Motorola, Carretera desata el jovial abandono de su público. En la grada de invitados, un crío, apenas 10 años, con brazos abiertos manosea el aire. Aprende a hacer cosas de adulto. Morad rapea, pero también canta. Y aconseja a sus fieles como un hermano mayor, “tened calma, pensad, respetad a vuestros padres, no os fieis de los que van de mafiosos”. En tierra culé elogia a Mbappé en ¿Cómo están? Su bombo todo lo acentúa y anula el disenso. Los jóvenes, dicen, ni leen ni escriben, pero sus ídolos se hacen con palabras. Acabado el concierto los intermitentes de coches aparcados señalan progenitores en espera. De vuelta al barrio.
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