Felicidad saturada
Una charla filosófica en la biblioteca Agustí Centelles denuncia el “malestar social” enmascarado de enfermedad mental que arrasa a las personas
“¿Hay una cola?”, pregunta una mujer de mediana edad a la joven detrás del mostrador de la biblioteca Agustí Centelles en el barrio del Eixample de Barcelona. Cuando mira a su alrededor, enseguida detecta a otras personas, como ella, inquietas ante la posibilidad de quedarse sin sitio en la charla. El título promete el broche de cierre ideal para otro jueves cualquiera: Depresión, ansiedad y la incómoda sensación de que el mundo se acaba.
Al abrirse las puertas, la marabunta que ha entrado casi hombro con hombro descubre que aún quedan sillas libres. Entre los oyentes, apenas una decena de jóvenes y un montón de jubiletas. Cuando el moderador, el periodista Oriol Rosell, abre el debate, —“una de cada dos personas sintieron ansiedad en los últimos 12 meses”—, las miradas son de incredulidad. ¿Y la otra mitad? Le acompañan los filósofos catalanes Laura Llevadot y Eudald Espluga, que sitúan el campo de juego: es más “malestar social” que enfermedad mental.
Desde la nueva atalaya arranca una charla que, más que del final del mundo, habla de la fatiga de los individuos, atrapados en una “felicidad saturada” y una “hiperproductividad”, que convierte a las personas en pequeñas empresas, que no deben parar nunca y, a la vez, no pueden más. “Hasta las apps de meditación tienen una lógica hiperestimulada: descansar y no hacer nada para ser más productivos”, reflexiona Espluga.
En ese contexto, “la depresión es casi como un ritual de paso a la edad adulta”, critica el filósofo, inspirado en el pensador británico Mark Fisher, que parece emergido de entre los muertos casi como otro ponente en la charla. “Los individuos se han de gobernar. Se tratan no solo como una marca, son como una propia empresa”, desarrolla Espluga. Y cuando fracasa, no hay más responsable que él mismo. “Debe curarse por sí solo. Esa idea de que todos hemos de ir a terapia”. Y volver así a la hiperproductividad. Si alguien encendiera la luz, vería las cabezas asintiendo.
En su papel de moderador, Rosell construye la charla entre referencias bibliográficas y aportaciones —”parece que existen las mismas posibilidades de ser feliz si naces en Pedralbes que si naces en La Mina”— donde los filósofos se abren paso a machetazos y citas legendarias: “Lo que necesitas es un sindicato, no un psicólogo” o es “más fácil pensar en el final del mundo que el fin del capitalismo”. Describen una sociedad “completamente alerta las 24 horas del día”, donde la “depresión es un fallo del sistema”, en palabras Llevadot”. ”La contracara de una felicidad saturada”, añade Espluga.
Y las redes sociales exprimen la carrera por conseguir un bienestar en realidad efímero y hueco. “La maquinaria tiene la virtud de la satisfacción inmediata pero a la vez te deja vacío. Hay que renovar constantemente tu deseo. Es un placer deprimido”, dice Llevadot, de nuevo inspirada en Fisher. Hasta que las personas, de tanto pasar de los “picos maníacos a las valles depresivas”, no pueden más. “Ni responder a un correo electrónico”, ejemplifica Espluga.
“Si el malestar es social, ¿cuál es la salida?”. Para Llevadot, abandonar “la posición subjetiva”, “cuestionarse el deseo que uno tiene, preguntarse por el propio deseo, y cambiar la posición”. “Lo que no tiene sentido es estar en la máquina de producción donde estamos”, añade la profesora de filosofía y escritora, que además quiere borrar el rastro de cualquier senda hacia un lugar venidero mejor. “Basta de futuro. No hace falta la esperanza para vivir. Eso es muy cristiano”, clama, ante los tímidos aplausos de un auditorio que digiere la charla con un leitmotiv claro: “Hacer las cosas sin sentido de productividad”.
La primera persona que toma la palabra entre el público se opone a la idea que sobrevuela el auditorio de la biblioteca Agustí Centelles de que no existe solución alguna individual. “Resistencia”, defiende el hombre, micro en mano. Cosas tan sencillas como apuntarse al Sindicat de Llogateres, o tan complicadas como escapar de las redes sociales. Quedar con los amigos en lugar de hablar solo por Whatsapp. Espluga rebate que el “capitalismo de plataformas” persigue a las personas de forma colectiva: Airbnb condiciona el precio de la vivienda, se esté o no en ella. Tinder construye un mercado muy concreto del amor y el sexo, que salpica también a quienes no se han apuntado al match.
“No puedo más”, “siempre a todo y a nada”, “las cosas más divertidas duran dos minutos”, “ni ganas de practicar el onanismo”, “sin fin desde las nueve”, “¿no estáis cansados?”, “ahora acabo, imposible trabajar más”… Los mensajes siguen calientes en el teléfono después de la charla en la biblioteca. Son tan habituales que no hace falta ni responder. Puntualmente, se recibe alguno más preocupante: “¿Tú también tienes ganas de suicidarte?” La intención es reenviar en masa la propuesta de Llevadot: “Politizar el malestar. No hace falta una utopía para ponerse a luchar”. Pero ya mañana. El día ha sido muy largo y solo faltaría ahora tener que contestar.
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