La magia de vivir sin móvil
Gracias, ladrón. Robaste un teléfono, pero regalaste tres angustiantes días de libertad
El robo es limpio. Con el mes de agosto acabado, y el septiembre en ciernes, Barcelona aún respira ese aire de siesta larga y de noches prometedoras. La cabeza mantiene fresco el olor a crema solar de los días de playa y las tardes indolentes de sofá frente al ventilador. El recuerdo atenúa el calor del asfalto bajo los pies y el sudor de los tejanos pegados a la piel, camino ya de nuevo a la caza del asiento libre en el metro.
Esta vez, el regreso a la rutina -ese tiempo de espera obligado hasta el siguiente periodo de vida- es distinto. Nada de aplicaciones en el móvil alienantes. Una decisión firme para dejar de matar las horas leyendo insultos de desconocidos en Twitter. O mirando fotos maravillosas de personas con las que se perdió el contacto hace décadas, pero de las que se sabe qué cenaron ayer, cómo les va el colegio a sus hijos, y cuándo practican deporte. Resulta más sencillo darles un like que saludarlas por la calle.
La intención de volver a la realidad es firme. A observar por la ventana del bus con sorpresa las calles y sus edificios ya olvidados. A imaginar la vida detrás de las ojeras de los demás pasajeros. A leer libros en las esperas. A seguir, sin ninguna otra distracción, un capítulo entero de una serie. A aburrirse y pensar, lejos de la escapatoria fácil de unos dedos activando la pantalla envolvente de un móvil.
Y de paso, desconectar también de tanta noticia. De esa necesidad de acumular información constante. De estar al corriente al momento de la última novedad, del último escándalo, del último señor descuartizado. Huir del “ya lo sé”. Le llaman infoxicación, según explican en un pódcast. Eso aún sigue en el móvil: todos los dailys de los principales medios de comunicación como favoritos en Spotify, para que no se escape nada. Hasta recopilaciones de artículos leídos para los 10 minutos tontos de camino al súper. Ni un segundo de atención libre sin aprovechar.
De Whatsapp es mucho más difícil escapar. Mejor asumirlo. ¿Alguien puede vivir sin Whatsapp? Los hay que entran y salen de los grupos de trabajo cuando acaba la jornada. Un sueño húmedo, como quitarse del de padres del cole, del del regalo de cumpleaños o del de la familia, también la política. ¿Pero a qué precio? ¿Tener que volver a llamar a la gente? O, peor aún, ¿que la gente vuelva a llamar? No vale la pena.
Ese es el pensamiento mientras se responde un mensaje de Whatsapp de trabajo camino del metro. Whatsapp es necesario, no es que se siga enganchado al teléfono. Son las dos y media de la tarde. Al compás de las zancadas, se sigue con la aplicación abierta. Ahora para responder a un grupo de amigos con una pertinente observación sobre cualquier tontería. Luego se relee otra conversación pendiente, y se percibe el cambio de foto de perfil de un contacto. ¿A ver qué dice en el estatus? Es donde ahora la gente explica su vida. El bucle clásico de Whatsapp.
Pero ya no da tiempo a más. Los dedos siguen tecleando una milésima de segundo. Los ojos permanecen clavados en una pantalla imaginaria. Las yemas se aferran al tacto sedoso de la funda resbalando entre las manos. El móvil se ha ido con un joven en patinete que se aleja a toda velocidad. El prestidigitador observa su trofeo sin perder el equilibrio antes de guardárselo en el bolsillo y perderse en la ciudad para siempre con raudales de vida ajena robada.
Lo mejor es asumir que el móvil no volverá, como aquel novio que pedía un poco de tiempo. Está ya a años luz de distancia. Hay que centrarse en anular la SIM, cambiar las contraseñas y esperar que en el trámite no se bloquee toda una vida condensada en un aparato de 15 centímetros. La laboral, y la personal, con toneladas de momentos únicos escondidos en su memoria. Las fotos de un embarazo, de un parto, de una fiesta de 40 aniversario, de un día en la playa, de una visita a la abuela, de un viaje, de una puesta de sol… Si los venden con 256 gigas de capacidad es porque nadie mantiene al día las copias de seguridad.
La magia de vivir sin móvil duró tres días. Ahora que al fin han pasado, es posible valorar la lectura emocionante de Guerras de ayer y hoy (5W) de Mikel Ayestarán y Ramón Lobo en los trayectos de bus y metro. La tranquilidad de desayunar, comer y cenar sin nada urgente parpadeando en la pantalla. La felicidad de saber que esa alerta estridente y corta, ese clinc inconfundible, sale de otro bolso. La paz de que el móvil no sea lo primero que se mira al abrir los ojos por la mañana y lo último al cerrarlos por la noche.
En rojo, queda anotado el café con un amigo. El magnífico sabor a antiguo de una conversación banal sin interrupciones. Sin la tensión de que algo pase en cualquier momento, en cualquier lugar. Total, sin teléfono no hay manera de saberlo.
Gracias, ladrón. Robaste un móvil, pero regalaste tres angustiantes días de libertad.
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