“¡Mamá, camina por el cielo!”: el equilibrista Nathan Paulin llena de riesgo y poesía la tarde de domingo barcelonesa
Millares de personas se dan cita en el centro de la ciudad para observar la impresionante marcha del artista sobre su cuerda a 68 metros
“¡Mamá, camina por el cielo!”. La niña tenía razón y sintetizaba el prodigio que todos estábamos viendo, abajo. El funambulista, una figurita minúscula allá arriba se recortaba contra el telón azulísimo del cielo caminando lentamente sobre su estrecha cuerda casi invisible. Mientras, a su lado, lo seguía un dron y dos gaviotas revoloteaban llenas de envidia y de sorpresa. Millares de personas —parecía una manifestación— se han dado cita esta tarde de domingo en el centro de Barcelona para asistir al insólito espectáculo de un equilibrista caminando sobre sus cabezas. El francés Nathan Paulin, con otros vertiginosos cruces a sus espaldas, ha recorrido el trayecto entre las azoteas del edificio de Telefónica, en la avenida del Portal de l’Àngel, y el de Seguros Generali, en paseo de Gràcia, una distancia de 350 metros, a 68 metros de altura. ¡Y luego ha vuelto a hacer el viaje de vuelta! La multitud ha seguido expectante y embelesada el emocionante espectáculo (titulado Les traceurs y dirigido por Rachid Ouramdane, un coreógrafo), que formaba parte del cartel del festival Grec (de hecho, ha constituido la inauguración de la programación del Grec Ciutat) y también se enmarca en las celebraciones de los 200 años del Paseo de Gràcia.
A las 8 y tres minutos de la tarde, puntualísimo, ha empezado Paulin el primero de los cruces aéreos. Se le ha podido ver (los más previsores han llevado prismáticos o pequeños telescopios) pasar a la cornisa del edificio de Telefónica acompañado por dos ayudantes, y, sin pensárselo dos veces, ha puesto los pies en la cuerda y ha echado a andar sobre ella, descalzo. Ha hecho unos movimientos para acomodarse y equilibrarse y allá que ha ido, mirando al frente, con los brazos extendidos (no usaba pértiga) y la mirada, muy serena (quien firma es de los previsores que llevaba un instrumento óptico de aumento). La camiseta de rayas flameaba un poco, así que arriba debía hacer algo de aire, el gran enemigo de los funambulistas. Abajo hacía calor húmedo y reinaba un ambiente mezcla de domingo, de fiesta, de asombro y un punto de miedo. Era una maravilla ver a Paulin en la cuerda pero todos nos poníamos en su lugar (Dios no lo quiera) y tragábamos saliva. “A mí me da mucha impresión”, ha resumido un joven.
Junto a las conversaciones de la gente, que ocupaba el final de paseo de Gràcia (cortado al tráfico desde Gran Via), parte de la ronda de Sant Pere y el tramo entre plaza de Catalunya y El Corte Inglés (también todo cerrado al tránsito), se oía un murmullo amplificado que iba haciéndose inteligible al llegar a la plaza: un altavoz emitía unos textos, pensamientos del propio funambulista y consideraciones sobre su (peligroso) oficio. Las caras de la gente estaban pendientes del cielo como escudriñando arcanos atmosféricos, los teléfonos móviles se elevaban a millares sobre las cabezas, multiplicando en un mosaico como de cristales rotos la peripecia del equilibrista. Que de repente pareció trastabillar en el cielo. Un grito ahogado recorrió el gentío. “No pasa nada, controlado”, estableció un hombre con unos binoculares de alta gama. Paulin seguía su camino. Las plantas de los pies desnudos parecían acariciar la cuerda. Un aplauso espontáneo lo acompañó desde abajo.
“Lleva una línea de vida”, señaló alguien. Así era. La multitud pareció respirar. “Nosotros si no hubiera ido asegurado no hubiéramos venido a verlo”, recalcó una pareja en la fraternidad de circo en la que estábamos todos inmersos. Entonces, el funambulista se ha sentado en su cuerda, tan fresco. Y ha adoptado la posición del loto. “¡Qué tío!”, se exclamó alguien. Se le podía haber recordado al admirador que el Gran Blondin no sólo se detenía en medio de su famoso cruce de las cataratas de Niágara (lo hizo varias veces, incluso una vez con un voluntario a hombros), sino que en una ocasión se cocinó una tortilla en el alambre.
Nuestro equlibrista se ha incorporado y ha continuado. Por un momento, un avión se ha colocado sobre su hombro como una estrella. “Mucho es práctica”, ha comentado otro espectador. Entre la masa estaba el director del Grec, Cesc Casadesús, con el rostro y la mirada tan radiantes y alertas como los demás. “Verlo aquí es más emocionante que con los vips arriba. Es genial contemplar y oír a la gente”. En la inauguración del anfiteatro en Montjuïc llovió, mira que si se le cae el funambulista ahora... “La lluvia no impidió que fuera una noche estupenda, los de la compañía Gravity & Other Myths y las componentes del coro estaban muy contentos y las demás funciones lo han petado”. Casadesús se ha mostrado muy satisfecho con la respuesta a lo del equilibrista. “Un gran evento popular, para que luego digan que el Grec es elitista”.
A estas, Paulin ha llegado al edificio de Generali. Un aplauso atronador ha brotado de la calle. “¡Que vuelve, que vuelve!”. “¡Qué dices!”. Así era, el equilibrista, sin entretenerse, ha vuelto a marchar sobre su cuerda, de vuelta. Ahí estaba otra vez, se lo veía sobre las ramas de los plataneros, muy arriba. Ha habido un desplazamiento, todos en busca del mejor ángulo para captar el regreso. Barceloneses y turistas se han hermanado admirando el espectáculo, con el cuello estirado. Una familia india que parecía sacada del viejo juego de cartas Familias de los siete países permanecía inmóvil con todos sus miembros, padres, abuelos, hijos y nietos muy atentos. “¡Vamos ya!”, ha animado un espontáneo al funambulista. “¡Vamos, vamos!”, ha coreado la multitud. “Este tipo hizo el Mont Saint-Michel, a dos mil metros de altura”, ha aportado alguien. A la altura de El Corte Inglés, Paulin ¡se ha echado sobre la cuerda! Como si durmiera. Una repentina placidez nos ha invadido a todos abajo. Un momento zen. Bellísimo. El equilibrista allá arriba, el cielo, el verano que arranca con todas sus promesas, la hermandad que se crea al contemplar un prodigio, la música que brotaba del altavoz. Entonces, tras la pausa en la que todos los corazones han parecido bajar de ritmo y acompasarse en uno, Paulin ha vuelto a marchar. Cuando le faltaba poco para llegar a su destino, ¡se ha puesto de lado!, algo dificilísimo en la cuerda.
Ya casi estaba en la cornisa del edificio de Telefónica, el punto de partida, y entonces se ha quedado quieto, como si no quisiera regresar. Como si deseara permanecer en el cielo. Ha sido otro momento mágico. La imagen más pura del universo, un funambulista en su cuerda, decía Philippe Petit, el hombre que tendió su cable entre las Torres Gemelas en 1974. Todos nos hemos quedado ahí con él, con Paulin, suspendidos. Deseosos de cielo y de aventura (aunque fuera de otro). Pero todo tiene un final, y el equilibrista ha dado unos últimos pasos y ha llegado (en total 40 minutos), entre un aplauso que ha brotado del corazón de hasta el último de los espectadores. Se ha girado y ha mirado abajo. Es difícil decir que ha visto. Para saberlo hay que haber estado allí arriba.
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