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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Referéndum Cat, el envoltorio sin contenido

La consulta debe dejar de entenderse como pistoletazo de salida, para ser lo que tendría que ser: el banderazo de la meta de un acuerdo negociado

Acto unitario de las fuerzas independentistas en Barcelona para conmemorar el quinto aniversario del referéndum del 1-O.
Acto unitario de las fuerzas independentistas en Barcelona para conmemorar el quinto aniversario del referéndum del 1-O.Carles Ribas

Derecho a decidir. Tres palabras, como el título de la vieja canción de Osvaldo Farrés, aparentemente inocentes, Oye la confesión / de mi secreto / nace de un corazón / que está desierto. Tres palabras, aparentemente inocuas, que son las que han producido más desgarros políticos y penales en la historia política y parlamentaria de la democracia catalana y española. Aparecen de nuevo en algunos programas electorales de unas elecciones dónde se juega quién gobernará España, una izquierda plural aliada con las nacionalidades, o una derecha de Santiago y cierra España, aliada con la extrema derecha.

Hay un hecho que cuesta asumir como realidad por una parte de la izquierda. El referéndum de la independencia, como ariete pacífico de masas para desgajarse del Estado, quedó dinamitado por el 1-O. Sus dolorosos efectos secundarios, propios y ajenos, han sacudido la vida política catalana y todavía colean aquí y en el exilio. No existe la posibilidad de un camino acordado para el Catexit que no pase por la reforma de la constitución española, que a su vez exige un amplio consenso que hoy parece más que difícil: imposible de alcanzar.

Tampoco la ley de claridad a la canadiense parece un camino a reivindicar, entre otras cosas porque la Corte Suprema estableció que no existe el derecho a una declaración unilateral, sino que era imprescindible la tutela del Parlamento del Canadá sobre la pregunta, y las mayorías necesarias para poder hacerla efectiva. Una vez superados esos escollos, sería imprescindible una enmienda previa de la constitución canadiense. Esos detalles nunca se citan, son pequeñeces. Se importa el titular y se prescinde del contenido, abiertamente federal.

Con el referéndum planea el viejo populismo cesarista: cuando la democracia y sus autolimitaciones bloquean un objetivo, se convoca al pueblo para que decida. No en vano, las únicas votaciones generales del franquismo, que pasaron la prueba del algodón de su democracia orgánica, fueron los referéndums. Catalunya necesita abandonar los términos mágicos y recuperar su principal virtud: la capacidad de generar acuerdos de país para ganar derechos, y un nuevo Estatut, si así lo considera, que deberá ser aprobado en el parlamento catalán y español, y ser ratificado en referéndum por la ciudadanía catalana. El referéndum debe dejar de entenderse como pistoletazo de salida, para ser lo que tendría que ser: el banderazo de la meta de un acuerdo negociado.

Insistir en el referéndum como un fin y no como un medio es degradar la democracia representativa. Reivindicar un refrendo, sin ningún acuerdo para refrendar, es proponer un envoltorio sin nada dentro. Mientras tanto, el Madrid de Ayuso aviva poder nacionalista de castellano viejo e inquisición, de capitalidad política y económica. Uno recuerda con nostalgia la idea de Pasqual Maragall, descentralizar el Senado cambiando su sede a Barcelona. Y trasladar el Tribunal Constitucional a Cádiz, la sede de la primera Constitución, que reclama el federalismo andaluz. Sin embargo, el gobierno de las cosas del nacionalismo catalán dividido sigue enamorado de las proclamas del mayo del 68: Seamos realistas, pidamos lo imposible.

José Luis Atienza es miembro de Comuns Federalistes.

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