Las ‘superilles’ como salto de fe
El todos contra Colau es la constatación definitiva de la falta de ideas y ambición del resto de partidos catalanes
Mi perro ya ha triscado entre los nuevos árboles de la superilla, el hocico y los ojos vibrando con las posibilidades. Quiero decir que servidor vive en el Eixample, así que estas elecciones están pensadas para mí. Durante meses he contemplado las excavadoras con lo que los escépticos clásicos llamaron epojé, un “estado mental de suspensión del juicio”, que los antiguos filósofos recomiendan adoptar cuando no es posible pronunciarse a favor o en contra de un curso vital sin caer en el dogmatismo. Dicho esto, confieso que, detrás de cada levantamiento de hombros, se escondía una chispa de esperanza: a diferencia del maldito urbanismo táctico, las imágenes generadas por ordenador que todavía cubren las obras con la promesa de un Consell de Cent inquietantemente utópico, me hacen sentir algo parecido al calor.
Las superillas se han convertido en la imagen de las elecciones municipales. En consecuencia, los debates que han estallado en torno de la cosa se han vuelto bizantinos, proyecciones sobre proyecciones en las que las premisas ya incorporan las conclusiones y cada postura nos llega envuelta por el velo de la conspiración. Es decir, que por fin podemos celebrar una batalla entre argumentos ideológicos, en el sentido clásico según el cual una ideología es siempre una apuesta sobre qué hacer imposible de dirimir empíricamente. Cada vez que los contrarios dicen que sería necesario más transporte público y los partidarios responden que todo irá bien, nos movemos en el territorio de los significantes vacíos y el salto de fe.
Y de ahí la decisión de Jaume Collboni de abandonar el barco de Ada Colau. Menos carismático que los demás alcaldables con opciones, Collboni había logrado lo mejor de estar dentro y lo mejor de estar fuera a la vez, capitalizando la inercia del progresismo de establishment en el que había degenerado el colauismo y el regreso de los socialistas a la centralidad. Después de cuatro años de no-oposición y con el proceso enterrado, Ernest Maragall era igual de ideológicamente indistinguible. Se trataba de votar PSC lila, PSC rojo o PSC amarillo, y podía ocurrir cualquier cosa.
Como sabemos, la irrupción de Trias ha hecho estallar esa dinámica y lo ha convertido todo en un plebiscito sobre Colau. Y nadie salvo el veterano doctor puede competir con la memoria de la campaña visceralmente anticonvergent que llevó a la alcaldesa a Sant Jaume y el efecto teatral de un second round. La foto que ambos se hicieron almorzando era como uno de esos carteles de boxeo que anuncian el regreso del antiguo campeón para disputar el trono al joven que se ha dormido en los laureles. Para responder a este cambio de eje, Collboni intenta escenificar que él es igual de anticolau, saliendo del Gobierno y, no se podía saber, disparando contra las superillas.
El todos contra Colau es la constatación definitiva de la falta de ideas y ambición del resto de los partidos catalanes. Els Comuns ganaron porque fueron los únicos que, en vez de seguir la corriente, propusieron una imagen nueva de ciudad. Las últimas elecciones las ganó Maragall porque el independentismo todavía gozaba del lustre de las alternativas. Pero las superillas son la última idea memorable de los Comunes. Ni que decir tiene que la apología de lo viejo puede derrotar a la promesa de lo nuevo, pero quien establece el marco mental ya comienza la carrera con empuje.
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