El conflicto eterno
Hay una forma muy contemporánea de hacer política que pretende avanzar con la creación de conflictos irresolubles
¿No ha terminado el procés? ¿Durará mientras dure el conflicto?
Un problema que no tiene solución no merece tal nombre. O no es tal problema o está mal formulado. Corresponde a la escala humana resolver las dificultades y plantear los problemas de forma que tengan solución. Los conflictos eternos e irresolubles pertenecen a otro territorio, fuera del alcance político e incluso del mundo material, habitado por ideas esenciales y dioses, al que pertenecen las utopías políticas, las creencias, los sentimientos de pertenencia y tantos otros constructos ideológicos surgidos de la imaginación, como son las famosas comunidades imaginadas que tan bien describió Benedict Anderson en su libro del mismo nombre (Afers en catalán y FCE en castellano).
Ciertamente, hay una forma muy contemporánea de hacer política que pretende avanzar con la creación de conflictos irresolubles, algo especialmente funcional tratándose de contradicciones entre lenguas, mitos y creencias religiosas, identidades nacionales y, finalmente, reivindicaciones soberanistas. La fórmula es sencilla: ante cualquier dificultad, ofrecer un dilema entre dos caminos mutuamente excluyentes, y obturar así cualquier posibilidad transaccional que juegue con el relativismo de los valores y los efectos moderadores y curativos del tiempo.
Cuando se ha convencido a una parte importante de la ciudadanía de que la única salida es obtenerlo todo, ahora y aquí, el conflicto más virulento e insensato está servido y se hace difícil la reversión de la opinión pública por parte de quienes han contribuido a tal convencimiento. Explica esto la persistencia de la fantasía que pretende mantener el proceso independentista catalán eternamente vivo y abierto mientras persista alguna fe independentista a la espera del milagro mesiánico, en forma de referéndum de autodeterminación. A pesar de que tal obstinación encuentre la simpatía contradictoria e interesada de la derecha españolista, empeñada en que tal referéndum forma parte del programa oculto de Pedro Sánchez, la realidad se halla bien lejos de las fantasías de los dos nacionalismos, positivas las del catalán y negativas las del español.
Les desmiente la tajante jurisprudencia internacional, británica, alemana e italiana, incluso la canadiense, pionera en la claridad de los referéndums para evitarlos. También la geopolítica europea, polarizada frente a Putin y dominada por las fuerzas centrípetas. Ni siquiera les echan un cable los populismos de derechas e izquierda ahora en horas bajas y esperemos que persistentes. Falta por saber si tendrá la ayuda de la democracia, es decir, la opinión de los ciudadanos expresada en las urnas, pero el viento de las encuestas de momento tampoco sopla a favor de la conflictividad nacionalista.
Lo único que funciona es el miedo, sustancia nada despreciable en tiempos electorales. Corresponde exactamente a la fórmula de los problemas irresolubles. Mientras Cataluña sea una mercancía para los vendedores de miedo, nunca habrá salida al denominado conflicto catalán, planteado como una ecuación de suma cero en la que nada puede ganar una parte que no la pierda la otra.
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