Ciudades y mirones
El futuro pasa por el vagabundeo, es decir, recuperar un tiempo para vagar e imaginar
Me gusta imaginar ciudades y territorios, como a todo el mundo. De pequeño ayudaba a los mayores a montar el pesebre. En la playa, con mis manos retroexcavadoras diseñaba fortalezas de arena, el foso, almenas. Y en casa, tendido en el suelo combinaba piezas de madera y de plástico y construía casas y trazaba calles, me salían aljamas involuntarias; latas, cajas de zapatos, cualquier cosa podía ser un edificio singular, un aparcamiento, el puente, un aeropuerto.
Recién pasé unos días con mi familia en Nantes, en una casa de las que se llaman de intercambio. Con este sistema ya hemos estado en todas partes. Los extranjeros quieren venir a la capital catalana y nos dejan sus casas espaciosas, contentos de pasar unos días en la celda de nuestra colmena. En Nantes, antigua ciudad de negreros y cuna de Jules Verne, me ha gustado la reconversión de los viejos astilleros, un espacio faraónico en la orilla norte del río Loira, cementerio de cadáveres industriales (naves, raíles, depósitos) que ahora es un lugar de ocio y cultura. Gracias al entendimiento entre el gestor propietario y un montón de asociaciones, hoy los talleres, las tiendas y las zonas de recreo han brotado en el centro de la ciudad.
A la ciudad contemporánea le cuesta encontrar espacios nuevos en sus tripas, lugares donde ubicar usos y costumbres más actuales. Me acuerdo del High Line de Nueva York, un parque elevado sobre la antigua línea de ferrocarril que tanto nos gustó. Me acuerdo de la Tate Modern de Londres, ubicada en la antigua central de energía de Bankside, al sur del Támesis, un mamotreto de hierro y ladrillo que impresiona y que da lugar a un oasis urbano.
Convertir el patrimonio industrial en patrimonio cultural es un acierto. Dejar testimonios cicló peos de la época del progreso infinito tiene un punto pedagógico. Y estéticamente estos lugares son imbatibles, al margen de la sensación de conquista colectiva que encomiendan, porque crean mirones. En palabras de Edgardo Scott (Caminantes, Gatopardo, 2022), el futuro humano en las ciudades pasa por la recuperación del vagabundeo —esto es la recuperación de un tiempo para vagar e imaginar—.
Nantes, Nueva York y Londres me han hecho pensar en Girona, que también tiene río. Hace medio siglo se inauguraba el paso elevado del tren. Es una medio muralla fea y divisoria, y sin embargo útil hasta no hace mucho. Hoy es un anacronismo de cemento. Me consta que no soy el primero que piensa en ello. No importa. No soy arquitecto ni urbanista, pero me imagino una rambla aérea y verde, con pequeños cafés y ascensores para subir, y toboganes de tirabuzón para descender —como el que han instalado para bajar de una tajada en el castillo de los Duques de Bretaña, en Nantes—. Un espacio singular, hirviendo de ciudadanos encantados de haberse conocido, de turistas sin rumbo, un lugar desde el cual comprender la ciudad, mirador de mirones, y un lugar para pensar, a su vez, qué ciudad querremos mañana.
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