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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tendencioso poder de la palabra

Laura Borràs está jugando a fondo su gran baza dialéctica. Cree, y así convence a sus cegados fieles, que en la persuasión está su posible redención de un presunto pecado de obra

Josep Cuní
Laura Borras
La presidenta del Parlament, Laura Borràs, durante una rueda de prensa.Quique García (EFE)

Si quien a hierro mata, a hierro muere, la crónica estaba escrita. La caída de Boris Johnson la fue dibujando él mismo con la perseverancia aplicada siempre a favor de sus errores. Hasta ahora que, tras emular a su admirado Winston Churchill buscando cualquier oportunidad para superar su desordenado pasado, olvidó lo que había escrito de su antecesor: “fue acusado de que ni él mismo acababa de creerse lo que decía” (The Churchill factor, 2014). El listado Johnson es denso. Desde el referéndum del Brexit para el que tenía preparado un doble discurso adaptándose a cualquier resultado, a la vulneración unilateral de los acuerdos firmados o el inacabable “party gate” en el 10 de Downing Street mientras sus compatriotas vivían el duro confinamiento pandémico. Y todo sazonado siempre con mentiras, justificaciones y reincidente falsa contrición.

Suele pasar con aquellos políticos que abusan del dominio de su propio lenguaje. Allá, donde conviven muchos, y aquí, donde tenemos menos pero igualmente tenaces. Al final, unos y otros, se contagian del mismo síndrome y acaban olvidando las múltiples cosas que han dicho antes en sentido contrario. Hasta que les pillan. Y lo que primero parece solo un renuncio, si no hay enmienda el tiempo lo convierte en despropósito. La virtud muta a vicio que aumenta a fuerza de ir echando siempre balones fuera o empujando la pelota hacia adelante. Y aunque se insista en una remodelada versión forzadamente coherente, la vida lo sitúa en el terreno reglamentario.

Laura Borràs está jugando a fondo su gran baza dialéctica. Cree, y así convence a sus cegados fieles, que en la persuasión está su posible redención de un presunto pecado de obra. Ni de pensamiento ni de omisión. Ella misma lo asumía cuando se hacía escuchar al inicio del escándalo. Aquellos mismos atentos observadores son a los que ahora tilda de fiscalizadores porque describen la serie de cambios en un discurso que los meses han ido modelando a favor de la politización inexistente en su origen. Y aunque el problema, según ella, esté en el proceso judicial y no en su investigación inicial, las reglas del juego parlamentario impuestas en su momento por la mayoría independentista no pueden ni deberían cuestionarse cuando la corriente va en su contra. Entre otras razones porque la Catalunya libre también debe serlo de tales máculas como evoca Carme Forcadell.

La diferencia no hay que buscarla entre Boris Johnson y Laura Borràs, si no en la actuación de sus respectivos partidos y sus procedimientos. Mientras en el Reino Unido son los propios los que empujan a la dimisión aplicando la doctrina Churchill que señalaba a los de detrás como enemigos y a los de delante solo como rivales, en Catalunya se cierran filas como si de un ultraje colectivo se tratara para después, y sin que se note el cuidado, aplicar la adversativa del inicio de Ana Karenina que gusta citar la presidenta: todas las familias felices se parecen unas a otras pero cada familia infeliz lo es a su manera.

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