Buganvillas, glicinas y verjas
Las nuevas puertas del Liceu serán vallas multialfabéticas que no quitarán ni la vista, ni el aire, ni la luz
La buganvilla más conmovedora de Barcelona está en el número 101 de su Rambla, monumento vivo a Mary Santpere (1913-1992), una actriz hasta físicamente grande -medía un metro con ochenta y siete centímetros de altura-. Las buganvillas reúnen casi una veintena de especies, vinieron de América Latina, aunque las modas cambian y algunos nuevos propietarios de viejas casas que las vieron crecer las arrancan cuando deciden rehacer el jardín -a veces, con hierba artificial-, para plantar un seto o hiedras en lugar de la pinchosa buganvilla de antes de la Guerra, lástima.
La glicina proviene, en cambio, de China y en Barcelona las hay muy notables, como la glicina abovedada del Parc Central de Poblenou, las de la Vila Olímpica o la del monasterio de Pedralbes. Aunque depende de su orientación, suelen florecer explosivamente en el mes de marzo. Tengo una de más de cien años y, hacia San José bastantes paseantes se detienen a fotografiarla desde el otro lado de la calle, justamente bajo una verja de la cual retiraron otra glicina hará ya algunos años. Cierto, se enredan, crecen mucho y hay que podarlas cada año. Pero quitarlas es otra lástima.
Luego están las verjas de hierro forjado, algunas memorables como la que adorna un dragón en Can Balaciart, en el número 55 de Pi i Margall, taller histórico de un forjador también desaparecido. A su través, las verjas dejan correr el aire y pasar la luz, pero el problema en esta ciudad es la hipertrofia de la privacidad y la obsesión por la seguridad: muchos no quieren ser vistos desde la calle, ni les interesa nada cuanto pueda discurrir por ella. Así, las verjas tienden a ser sustituidas por puertas de plancha de hierro que en los veranos vomitan calor a la calle.
Nuestro país es dado a los muros, a separar, a apartar. Las vallas de tres pies, de algo menos de un metro de altura, son una tradición genuinamente americana que a nosotros nos resulta ajena, al menos en entornos urbanos. Con todo, las ordenanzas de muchas ciudades americanas y canadienses que limitan la altura de las vallas a, por ejemplo, dos metros, como ocurre en Toronto, no se aplican a las que son vegetales: atraen vida.
Pido más vallas bajas, más buganvillas, más glicinas y menos puertas de plancha. Las nuevas puertas del Liceu serán verjas multialfabéticas que no quitarán ni la vista, ni el aire, ni la luz. Pero las declaraciones de uno de sus máximos responsables según las cuales se pensaron para apartar del teatro a pobres gentes indeseadas fueron absolutamente lamentables, otra lástima. El hombre, autorretratado a modo, pidió luego perdón, pero hay que hacer más, pues el Liceu ha de acercarse a sus vecinos más desamparados: en Londres y en el año 2000, unas declaraciones idénticas de un ministro desorientado llevaron a la creación de www.streetwiseopera.org, una organización benéfica justamente formada para llevar la ópera a los sintecho y estos a ella. Hasta hoy.
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