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Gobernar el mientras tanto

Ahora mismo gobernar Cataluña desde el soberanismo significa transitar por una vía estrecha en la que la agenda viene cambiada. Las urgencias se acumulan y decae el recurso a la gran promesa como coartada

Josep Ramoneda

Dicen que después de la tempestad viene la calma. Pero hay calmas tensas con poco espacio para el sosiego y que, en cualquier caso, requieren mucha serenidad para gobernarlas. Después del tormentoso final de 2017 y de una larga resaca que agrandó las heridas con las instituciones españolas y abrió otras (especialmente en el interior del soberanismo) el conflicto catalán ha entrado en un tiempo de espera que invita a la confusión. Y en el que el peso de las promesas se diluye porque, aunque se mantengan las consignas de ritual, éstas se alejan en el horizonte y adquieren el sonido repetitivo de las letanías que resta convicción.

En estas circunstancias, cobra relieve el lado sórdido de la historia, ésta realidad de la política, que incómoda tener que reconocer y que desalienta a la ciudadanía, que es la lucha por el poder entre los que en teoría comparten la ilusión de la gran promesa. Y aparecen patéticas peleas en que el que ataca siempre se presenta como el auténtico, el verdadero patriota, para identificar al otro como falso y traidor. Naturalmente, en esta travesía, la euforia decae, la motivación también y, fuera de los sectores más religiosamente entregados a la causa, la ciudadanía se cansa de ver a los gobernantes empeñados en seguir entretenidos con un solo juguete.

El virus ha impuesto un periodo de excepción que ha retardado la toma de conciencia de un final de etapa

En el camino de este mientras tanto se cruzó la pandemia que ha incorporado un nuevo factor de complejidad al asunto. El virus ha impuesto un período de excepción que ha retardado la toma de conciencia de un final de etapa del proceso soberanista. A la vez que ha añadido un factor agravante de confusión y malestar al quebrar muchas de las pautas de la vida cotidiana de los ciudadanos. De modo que si por un lado, en tanto que amenaza compartida más allá de posiciones ideológicas y de pulsiones patrióticas, ha puesto en segundo plano las tensiones de los momentos de máxima confrontación, por otro ha significado un plus de estrés, malestar y confusión. La desescalada de 2017 coincide con la presión psicológica que supone pensar en el futuro cuando los contagios no cesan y aunque estamos dispuesta a confiar que la pandemia se convierta pronto en una gripe más, no se acaba de ver el momento que sea realmente asumible esta idea. Estamos en un período en que las urgencias de reconstrucción —sanitaria, económica, psicológica y social— se hacen prioritarias.

Las elecciones de 2023 levantarán acta del estado del país en este mientras tanto de tiempos indefinidos

De modo que ahora mismo gobernar Cataluña desde el soberanismo significa transitar por una vía estrecha en la que la agenda viene cambiada. Las urgencias se acumulan y decae el recurso a la gran promesa como coartada. La Mesa de Diálogo es expresiva en este sentido. Sólo el que quiera negarlo por principio —es decir, sin mínimo reconocimiento de la realidad— puede pretender que haya una vía de resolución del conflicto entendiendo por tal un cambio de marco que permita avanzar hasta el nuevo desencuentro que no sea pactada. Por lo tanto, el diálogo es el camino, y este, como es sabido, se hace al andar. Pero cuando Madrid constata que el conflicto está desinflamado, a pesar de que la derecha lo sigue satanizando dentro de su estrategia de griterío permanente, y aquí la lealtad dentro del independentismo es pura fantasía, y una parte, sin tener propuesta alternativa alguna, sigue con la enmienda a la totalidad, ¿cómo mantener esta vía? Se admiten propuestas, incluso imaginativas, aunque estas no acostumbran a servir para nada. Y, sin embargo, hay que sentarse y no cejar en el empeño: formalizar un espacio de encuentro es una forma de mantener la mirada y la atención. Como lo es la estrategia de capitalización del peso de los diputados soberanistas en el Congreso que ha seguido estos años Esquerra Republicana.

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Pero en tiempo de desescalada, por tanto, de lenta acumulación de capital mirando para un futuro mejor, las urgencias en torno a la gran promesa que mantenían unidos —no sin dificultades— a grupos en muchas cosas antagónicos, desaparecen. Y vuelve la agresividad entre vecinos, entre los que se disputan espacios electorales compartidos. Los socios se enzarzan como rivales y aquellas familias que no están bien articuladas, como es el caso de Junts per Catalunya, caminan inevitablemente hacia la ruptura. Con lo cual no tardarán en abrirse los espacios de relación y las opciones para las alianzas. Ya ha ocurrido con la aproximación de los comunes a la mayoría parlamentaria y poco a poco el PSC encontrara rendijas por las que colarse. De hecho, las elecciones de 2023 son las que levantaran acta del estado del país en este mientras tanto de tiempos indefinidos. Y quien mejor conecte con el estado anímico de la ciudad llegará con ventaja.

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