La importancia del contexto
No olvidemos que ahora mismo está presidiendo el Parlament alguien que no tuvo ningún reparo en firmar un manifiesto en favor de la oficialidad única del catalán en una hipotética república independiente
No es la primera vez que la cuestión de la lengua vehicular en las escuelas de Cataluña se judicializa y es objeto de polémica. Las personas más mayores recordarán como a principio de los años noventa se generó una situación de tensión aparentemente parecida a la que ahora ocupa las páginas de los diarios.
En la primavera de 1992, la Generalitat aprobaba un decreto de desarrollo de la Ley de Normalización lingüística de 1983 que reformulaba el derecho de todos los niños a recibir la primera enseñanza en su lengua habitual en los casos en que los padres solicitaran explícitamente, a través de lo que se llamó el método de la “atención individual”. También se establecía que el centro era responsable de hacer compatible la pertenencia al grupo-clase del alumno con la especificidad de su aprendizaje. En definitiva, se consolidaban las bases de aquel modelo de “conjunción lingüística no paritaria”, que, en buena medida y pasando por regulaciones normativas diversas, ha llegado hasta nuestros días.
A principio del año escolar 1993-1994, un grupo de padres de un colegio público de Salou (Tarragona) empezó a protestar por la aplicación de la nueva normativa y la protesta se extendió, hasta alcanzar una cierta resonancia en los medios de comunicación catalanes y españoles, gracias a la intervención de algunas organizaciones de profesores, de funcionarios y, más en general, de organismos en defensa de los derechos de los castellanohablantes, algunos de ellos creados en la década anterior. Pero también en los mismos meses y al final de una atormentada peripecia judicial empezada a raíz de un recurso contencioso-administrativo presentado casi 10 años antes en contra de otro decreto de actuación, algunos artículos de la ley relativos a la enseñanza llegaban al examen del Tribunal Constitucional. La cuestión tuvo mucho eco: se trataba de una coyuntura política muy delicada, con el PP de Aznar lanzado al acoso y derribo de un último gabinete de Felipe González en serias dificultades, que se sostenía básicamente por el apoyo brindado por los diputados de Convergència i Unió a Madrid.
Atacar al modelo escolar establecido en Cataluña —y, con ello, indirectamente al Gobierno—, le salía gratis: el PP no había contribuido a diseñar ese modelo, ya que no tenía representación en el Parlament que lo había concebido a principio de los años ochenta. A finales de 1994 el Tribunal Constitucional fallaba a favor de la constitucionalidad de los artículos de la Ley de Normalización Lingüística que se habían recurrido. Cerrada la cuestión legal, el movimiento de los padres de Salou se deshinchó y la cuestión salió de los focos mediáticos. Nunca se supo exactamente la fuerza real de esa protesta. Algunos representantes de los partidos de la izquierda se interesaron puntualmente por sus reivindicaciones, pero no hubo ninguna declaración oficial que pusiera real y claramente en discusión la política lingüístico-educativa emprendida por el Govern de la Generalitat.
Parece que ahora, desde el Govern de la Generalitat haya la tentación de interpretar lo que está pasando en Canet de Mar a raíz de la sentencia que prescribe el 25% de las horas lectivas en castellano asimilándolo a esa experiencia pasada. Y si puede haber alguna similitud con esos hechos (no hay dudas de que haya fuerzas políticas interesadas a magnificar el conflicto y a utilizar la lengua como un instrumento de lucha política), también es cierto que hay dos elementos que marcan una diferencia muy importante.
El primero tiene que ver con las manifestaciones vertidas en redes en contra de la familia que presentó a la denuncia —algunas de ellas proferidas por personas que fueron miembros de las listas electorales de uno de los dos partidos del gabinete— que es al origen de la sentencia dictada y que ahora son objeto de denuncia por delito de odio. Más allá de las motivaciones —sinceras, interesadas, políticamente dirigidas o no— a partir de las cuales la familia decidió recurrir, no es tolerable que un nivel de violencia parecido en la conversación pública quede sin una rotunda condena por parte del Govern.
El segundo tiene que ver con el contexto: en los últimos años una parte significativa de la sociedad catalana se sintió desamparada por la Generalitat, precisamente por lo que se refiere a su identidad, a sus sentimientos de pertenencia y a su lengua. No olvidemos que ahora mismo está presidiendo el Parlament alguien que no tuvo ningún reparo en firmar un manifiesto en favor de la oficialidad única del catalán en una hipotética república independiente. Incluso si el conflicto concreto se ha magnificado con intencionalidad política es de ciegos no ver que su posible recepción por parte de amplios sectores de la ciudadanía tiene poco o nada que ver con la que se podía producir en aquellos lejanos primeros años 90. Por ello —y sin que nadie tenga que cambiar de posición con respecto al contencioso en concreto—, un gesto de empatía ayudaría, y mucho, a destensar los ánimos.
Paola Lo Cascio es historiadora y politóloga
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