Las aventuras de Joséphine Baker
La entrada en el Panteón de Francia de la Venus de Ébano, icono de la era del jazz y adorada por las vanguardias, es un cierto signo de tiempos mestizos. Es la primera negra que ingresa en el templo
Para mi asombro, Joséphine Baker ha estado en mi vida siempre. De jovencita, en las revistas de colores y fotos que ya llegaban al pueblo y miraban nuestras madres te la encontrabas tanto como a la princesa Soraya y a la emperatriz Farah Dabi, mujeres exóticas que parecían salir de un viejo péplum de romanos. Pero Joséphine era negra, lo que era raro de ver. Alta, delgada, elegante, y encima en un castillo francés. Rodeada de sus hijos adoptivos, un montón, de todas las etnias (entonces se decía raza) y de los cinco continentes, era como mínimo una lección de geografía humana. No teníamos ni idea de quién había sido de joven. Eso lo supe más tarde.
Ahora que debo tener su edad en aquellas fotos, Joséphine entra en el Panteón de Hombres Ilustres de la Nación. La primera mujer negra, la primera no francesa de origen, la sexta mujer que accede a este lugar consagrado desde 1744 a los grandes nombres famosos que, para la historia oficial, han forjado la historia de Francia. En el ínterin, he ido encontrándomela cada dos por tres, adorada por amigos y celebrada por artistas.
Entonces me hacían sufrir sus doce criaturas, debía ser complicado exhibirlas a la prensa tan a menudo. Que las hubiera adoptado me impresionaba más que si las hubiera parido. Ahora, puedo imaginar que con reportajes como aquellos alcanzaba a reunir algún dinero para mantener el castillo de Milandes, en la Dordoña. No lo consiguió. Arruinada por la compra, perseguida por el fisco, tuvo que malvenderlo, a pesar de tantos artistas que la ayudaron. Murió casi en la pobreza, pero siguió siendo una leyenda, su halo persistía, inmortal. Para mí, para muchos, desde luego lo es.
Freda Joséphine McDonald (Saint-Louis, Missouri, 1906 - París, 1975), Joséphine Baker para el arte y la historia, nacida en una familia pobre, tiene raíces criollas, por su padre cubano, mestizo. Este mestizaje puede indicar un cierto cambio de rumbo en la vida cultural francesa y su sociedad cada vez más poblada por franceses de origen descendientes de emigrantes de distintas culturas y religiones. Una Francia mestiza, un París mestizo. El presidente Macron juega así una baza de cara a las elecciones del año que viene. Bueno, qué más nos da. Lo que tiene valor es que Joséphine Baker y su trepidante, creativa y fenomenal historia artística se vuelva a contar.
Casada dos veces, a los 13 y a los 16, se largó de Saint-Louis a Nueva York a buscar la fama en el music-hall como bailarina y cantante. Un diplomático americano que la vio en el mítico Cotton Club le propuso trasladarse a París. Eran los años 20, la era del jazz. Su éxito fue parisino inmediato, por su talento y su creatividad. Empezó como chica del coro de La Revista Negra en los Campos Elíseos y pronto pasó al Folies Bergère, donde introdujo el charlestón. Y fue la Venus de Ébano. La bailarina negra arropada solo con un ramo de bananas alrededor de la cadera. Arrebato general.
Su fama se extendió rápidamente y emprendió giras internacionales. Visitó Barcelona en diferentes ocasiones, la primera para la exposición internacional de 1929. Las fotos en la ciudad del gran Gabriel Casas, por cierto, se pueden ver ahora en la expo dedicada al fotógrafo en la Fundació Palau i Fabre que abre esta semana. También ahí me encontraré con Joséphine.
Artistas y escritores fueron pronto sus devotos. Uno de los primeros sería Gómez de la Serna, que en 1931 la incluyó con brío en uno de sus Ismos, el Jazzbandismo. Colette, también bailarina y una de sus amantes, escribió incitando a verla “desnuda, enseñar a las bailarinas desnudas el pudor”. Inspiró a las vanguardias y a un montón de artistas gráficos modernos para los anuncios de sus espectáculos. En fin, que la señora marcaba época.
No fue menor tampoco su compromiso social. Colaboró estrechamente con el movimiento Renacimiento de Harlem, formó parte de la Resistencia francesa contra los nazis y no dudó en ofrecerse como espía a De Gaulle (con éxito), se integró más tarde en el movimiento por los derechos humanos de Luther King hasta el punto de que su viuda le propuso encabezarlo. Menos conocido es que también trabajó con las fuerzas coloniales en Argelia, con el grado de lugarteniente. Una vida vibrante de aventura que tradujo finalmente en su proyecto filantrópico antiracista de familia multicolor, su arco iris.
Bisexual, sus amores y amantes se cuentan a docenas. No sé qué habrá sido de sus doce hijos adoptados. Celebro ahora la gloria renovada de esta artista que definió la modernidad. Hasta sale en Aloma de Mercè Rodoreda.
Mercè Ibarz es escritora y crítica cultural
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