Las uvas de la ira
Muchas cosas han cambiado entre la economía del honor de los guerreros griegos y lo que empuja a los obreros andaluces a encender un contenedor, pero al mismo tiempo no ha cambiado nada
La huelga del metal de Cádiz atrae las miradas de una España que acumula mucha ira embotellada. La ira no es una emoción irracional. Por eso Platón la puso en un punto intermedio: en su doctrina tripartita del alma, nuestra parte intelectiva es la que ve cómo son las cosas, mientras la parte concupiscible sacude ciegamente. Pero el filósofo dejó un tercer espacio, situado en el pecho, entre el cerebro y las tripas, que llamó “parte irascible”, y que no responde ante los movimientos del cuerpo, sino a los de la sociedad.
La ira es una brújula social que nos informa sobre nuestra posición en la jerarquía colectiva, y se activa cuando lo que debería ser y lo que es no coinciden. Muchas cosas han cambiado entre la economía del honor de los guerreros griegos y lo que empuja a los obreros andaluces a encender un contenedor, pero al mismo tiempo no ha cambiado nada: el deseo de reconocimiento inflama el corazón y es el motor de todo lo que llamamos política.
Lo más relevante de las protestas de Cádiz es que cada vez es más natural sentir empatía por la violencia contra el poder que por la Policía. La tanqueta antidisturbios de la que tanto se ha hablado no es una muestra de autoridad, sino del declive de esa autoridad. El descrédito del statu quo va erosionando poco a poco los consensos sobre los límites y la legitimidad de la protesta ciudadana. En Cataluña, “ni un paper a terra” ha pasado de ser un lema a un sarcasmo, y en España la película de la que más se ha hablado este año ha sido El año del descubrimiento Goya al mejor documental por la historia de los trabajadores de Cartagena que quemaron el Parlamento de Murcia en 1992, enfurecidos con el cierre de las fábricas y la pérdida de derechos laborales. Una de las fotografías ganadoras de la última edición Word Press Photo ( Emancipation Memorial , de Evelyn Hockstein) muestra la imagen sensacional de una joven afroamericana que lleva un pañuelo de cuello del Black lives matters mirando al vacío mientras un viejo señor blanco lo abuchea ante una estatua que representa a Lincoln con esclavos besándole los pies, agradecidos de la liberación. Él podría estar explicándole que debería confiar en los mecanismos de la democracia parlamentaria y que no se consigue nada con violencia, y ella pone cara de decir “lol”.
También se puede ver fácilmente cuál está siendo la respuesta de las élites en todo Occidente: imprimir mucho y mucho dinero. Pero todo lo que sabemos sobre la ira nos dice que no será suficiente. La estabilidad de una democracia depende de un reparto genuino del poder que haga sentir a todos los actores en un lugar justo. El deseo de reconocimiento no se puede comprar, solo se sacia transfiriendo capacidad de veto y de decisión hasta el final. El malestar de los obreros requiere una transformación profunda de las relaciones laborales que convierta a los trabajadores en un contrapoder del mercado. Y lo mismo puede decirse de las otras fuentes de ira que vemos cíclicamente en los telediarios.
El cambio climático no se solucionará con subvenciones, sino cuando la mayoría sienta que puede hacer pagar el precio proporcional a quienes son más responsables. La rabia pandémica no proviene del cierre por el cierre, sino del triunfo del paternalismo sobre la pedagogía. Y el independentismo no desaparecerá con más inversiones en el servicio de Rodalies ni con mayor doblaje en catalán, sino con el derecho a la autodeterminación. Los depósitos de ira pueden permanecer durante mucho tiempo en suspenso, pero lo único que los desactiva es el reconocimiento real.
Platón lo contaba con alegorías preciosas, pero hace poco vi un vídeo en la red social de vídeos TikTok que rivaliza en expresividad. Salen dos monos en jaulas separadas y dos científicos alimentándolos. Mientras los dos primates recibían lo mismo, la cosa va bien. Pero en cuanto uno de los investigadores empieza a dar frutas más golosas a uno de los simios, la cámara enfoca al otro, que, con las pupilas cada ve más dilatadas, contempla la uva que hasta el momento le había ido tan y tan bien, y procede a tirarla en la cara del científico ya golpear a los barrotes indignado. Somos animales políticos porque no permanecemos dóciles frente a la desigualdad, y no tenemos suficiente con que se arreglen las cosas del comer, sea una uva insípida, sea una lluvia de millones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.