Pilar Aymerich: “Hay una línea que no paso: me niego a fotografiar a la extrema derecha”
Cronista visual del despertar social, feminista y cultural de la Transición en Barcelona, la fotógrafa y aliada de Montserrat Roig marca distancias con la Gauche Divine y lamenta la precariedad histórica del fotoperiodismo.
“Yo no disparo, yo salgo a pescar fotos”, dice Pilar Aymerich (Barcelona, 1943), en un elogio a la atención selectiva en la era de la distracción permanente. Cuando todo bullía frenéticamente y pedía capturar cada instante, como en las múltiples manifestaciones de la Transición, ella tiraba de paciencia e ingenio. “Jamás me he puesto un distintivo de prensa. Yo iba bien vestida, arreglada, maquillada y con la polvera en el bolsillo lista para sacar cuando tenías que salir a correr. Sabía que no podía hacerlo porque me cogerían al primer momento porque no soy rápida. Entonces me ponía en un rinconcito, me pintaba los labios y la policía pasaba de largo”.
Cronista visual del despertar reivindicativo de toda una generación, Aymerich también lo es del quién es quién del último medio siglo. En su fototeca conviven más de mil personajes con negrita en la crónica cultural, desde Mercè Rodoreda a Josep Pla (“Solo me faltó Salvador Espriu, nunca podía, me pedían que esperara... y al final se murió”), pero el suyo también es un archivo de una fotógrafa que visibilizó y registró, por voluntad propia, las luchas que muchos preferían ignorar.
Mucho antes de las Kellys, Aymerich y Montserrat Roig –un tándem periodístico digno de biopic en Netflix– descubrieron la realidad y condiciones laborales de les minyones y el trabajo doméstico en los 70. De la huelga de las trabajadoras del textil Eurostil en la fábrica de Santa Coloma en el 78. De las presas que cumplían condena en la Trinidad –algunas por practicarse un aborto– que se hicieron con la gestión del centro los días que las monjas transfirieron el control a las funcionarias. De las mujeres que gritaron “Jo també soc adultera”. De las vecinas aliadas que salían a las calles para pedir guarderías públicas. Si Roig no se cortaba en escribir sobre los abismos de clase y poder que separaban al feminismo de la época, su ojo tampoco se quedaba corto: ahí queda, imborrable, su fotografía de una mujer arrodillada, limpiando, mientras el resto debatía sobre los derechos femeninos en el paraninfo de la Universitat de Barcelona en las Jornades Catalanes de la Dona del 76.
La mujer que siempre creyó que “si no fotografiaba algo es como si no hubiera existido” nos recibe, junto a sus dos gatos, en su casa-estudio-laboratorio de Gràcia. “Llegué cuando el barrio todavía era barato. Antes viví en un piso con una galería que daba a la Sagrada Familia. Cada noche la fotografiaba por si aparecía una bruja. Estaba convencida de que en ese lugar se materializaría”.
Pregunta. ¿Cómo se ve el mundo cuando una se da cuenta de que, como contó en su documental en Sense Ficció, “las monjas me engañaron”?
Respuesta. Fatal. Piensas que tienes que volver a educarte y que además lo tienes que hacer tú sola. Es una etapa muy importante para una mujer. Entiendes que has perdido solemnemente ese tiempo de tu vida.
P. Entonces ve a María Aurèlia Capmany y todo cambia.
R. Tenía 17 o 18 años. Llegué a la escuela de teatro de Adrià Gual y la vi llegar, toda vestida de negro, con una falda de tubo, unos medallones y fumando puros. Vi a una mujer con la actitud de entrar en una habitación y llenarla. Ahí pensé: ‘Esto es una mujer libre’.
P. Allí conoce a Montserrat Roig, ¿cómo vivió aquella época?
R. A Montserrat y a mí nos llamaban “las niñas”. Con nosotras, la Capmany era como una gallina clueca con sus pollitos. Nos reñía y nos gritaba mucho, pero en realidad nos estaba protegiendo.
P. En los 60 se marcha a Londres, ¿le deprimía Barcelona?
R. Barcelona era una ciudad muy asfixiante para los jóvenes. No había futuro. Yo me fui por tristeza, por desamparo, por una ciudad gris que no aportaba nada. Lo que pasa es que a veces la realidad es dura.
P. ¿Qué pasó?
R. Estaba muy perdida, llegué allí y apenas hablaba inglés. Recordé la frase que mi padre decía cuando venía gente a casa: “La niña es un poco rara porque no habla, pero mira mucho, es igual que un mochuelo”. Me dije: ‘¿Y si eres un mochuelo?’. Empecé a hacer fotografía, vi que me gustaba y me fui a aprender con mi tío. Había sido fotógrafo del comisariado de propaganda y cuando entraron los fascistas tuvo que salir corriendo con la mujer y cuatro niños por las montañas. En Francia montó un estudio y hacía retratos a gente de la zona. Allí conocí a Tarradellas y a toda la gente del exilio.
P. Vuelve a Barcelona, se reencuentra con Roig y cenan en La Puñalada. Esa noche cambió su carrera.
R. Sí, fue en el 67. Montserrat había vuelto de París, había acabado la universidad y me dijo que estaba empezando a escribir. Yo le dije que estaba haciendo fotos. Me propuso montar un tándem. Nos presentamos a un concurso de Serra d’Or con el reportaje Altres veus en altres ámbits, donde ya se intuía su voz porque analizaba la imposibilidad de crear en un país como este. Quedamos finalistas y a partir de ahí nos encargaron más. Queríamos descubrir a los creadores que nadie nos había dicho que existieran.
P. Dicen que eran una pareja laboral perfecta. Que solo necesitaban una mirada para entenderse.
R. Éramos unas liantas, éramos peligrosas y lo que queríamos era meternos al señor o la señora que teníamos delante en el bolsillo. Yo he visto entrevistas que pensaba ‘este no sabe en el berenjenal que se está metiendo’, porque además no se daban cuenta, empezaban a hablar y al final lo soltaban todo. Muchas veces acabábamos yéndonos a comer con ellos. Recuerdo a Joan Ponç gritando: “¡Marchaos, que parecéis Zipi y Zape, no quiero veros más!”. El tío ya estaba harto de estas dos mujeres que le habían caído encima.
P. ¿Tenían alguna regla establecida mientras trabajaban?
R. No buscábamos que el personaje quedara mal. No nos decíamos: ‘Voy a hundir a este tío’. Nunca se nos pasó por la cabeza. Intentábamos comprender al otro, aunque nos cayese mal.
P. ¿Es cierto que lo intentaron con Simone de Beavouir?
R. Sí, nos colgó el teléfono, nos dijo que estábamos locas (ríe).
P. En la era del brillo de la Gauche Divine, Roig era muy crítica. Llegó a quejarse en Triunfo de Tuset Street y la describió como un símbolo burgués y “abortada imitación de Carnaby Street”.
R. Yo no era de la Gauche Divine. Montserrat tampoco. Conocíamos a gente del Bocaccio, a Juan Marsé y a Miserachs y a otros creadores, pero no formábamos parte de ese grupo. Como la cultura era una cosa muy escondida, había que protegerse. Barcelona era una ciudad de capillitas. Unos iban con unos y otros con otros.
P. ¿Estaban más politizadas?
R. Formábamos parte de la izquierda catalana, pero yo nunca quise estar en ningún partido con carné. Consideré que siendo fotógrafa no tenía que tener un compromiso político con una determinada línea.
P. Pero sus fotos sí las tenían.
R. Yo no creo en la objetividad, porque eso no existe, pero sí en la honradez de la profesión. Eso me hizo no estar nunca en un lado políticamente, pero el ojo lo tenía, evidentemente.
P. Y el ojo estaba en las manifestaciones feministas.
R. Los medios no enviaban a fotógrafos ni a periodistas a estas manifestaciones. Pasaron muy desapercibidas. Se habló más de las Jornades Catalanes de la Dona cuando cumplió 20 años que cuando pasó. Cuando se empezó a hablar de la Transición y me pedían fotos, yo siempre decía: ‘¿Y de la Transición de las mujeres, no hablamos?’, porque aquellas reivindicaciones ayudaron a cambiar leyes, pero los historiadores querían hablar de otras cosas.
P. ¿Qué siente al ver a la Generación 8M llenando ahora las calles?
R. Después de la Transición todo se desinfló. En el Día de la Mujer nos decíamos: ‘Somos cuatro viejas, ¿dónde están las jóvenes?’. Y, de repente, sales a la calle, ves toda esta juventud y comprendes que no has desperdiciado una época de tu vida buscando que la mujer tenga un reconocimiento que es imprescindible para avanzar.
P. Aquellas fotos se reivindican muchísimo ahora, ¿se pagaban bien en su día?
R. Qué va. El periodismo siempre ha sido precario. En aquella época para poder vivir, no vivir del todo, vivir un poco, tenías que hacer un reportaje y tenías que adaptarlo para cuatro o cinco revistas, en catalán y en castellano, para amortizar los gastos. Las fotografías en periodismo servían para tapar agujeros. Encima te la cortaban y no la firmaban.
P. Sus compañeros de profesión dicen que siempre ha sido muy discreta.
R. Con Montserrat siempre nos preguntábamos la una a la otra antes de una entrevista: “Y tú, ¿qué te vas a poner?”. Pero yo siempre he querido ser invisible. Cuando iba a hacer arquitectura, iba vestida de marrón. Cuando iba a hacer teatro, de negro para confundirme con el escenario. En mi investigación en La Habana de la escultura y arquitectura funeraria, como todas las tumbas eran blancas, iba siempre de blanco. Yo tenía la voluntad de desaparecer, porque creo que el fotógrafo nunca tiene que ser un espectáculo. Ahora que soy mayor y las mujeres mayores ya somos invisibles, por fin lo he conseguido ser (ríe).
P. Las mujeres artistas suelen denunciar que han tenido que sacrificar parte de su vida personal.
R. Yo he sido siempre fotógrafa las 24 horas del día y como soy muy blanda, sabía que si tenía niños dejaría la fotografía. En aquel momento me pareció más correcto ser fotógrafa que tener hijos. Respeto todas las decisiones, pero no me arrepiento de la mía.
P. Eso mismo, ¿se lo hubiese planteado siendo hombre?
R. Tener que elegir entre vida privada y vida profesional solo nos lo planteamos las mujeres. Un hombre hubiera podido tener tres hijos totalmente porque no hubiera pasado nada.
P. ¿Hay algo que no haya querido fotografiar?
R. Barcelona en el confinamiento. Para mí, la ciudad sin nadie no era nada.
P. ¿Y algún personaje al que haya dicho que no?
R. Antes me costaba más decir que no, ahora estoy aprendiendo. Sí que me he negado con un par de personajes. Hay una línea que no paso: nunca he hecho una foto a alguien de extrema derecha. Tampoco he ido a ninguna de sus manifestaciones. Me dan mucho miedo.
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