Todo es ‘procés’
Ninguno de los debates políticos que ahora ocupan los titulares son el resultado de una fuerza ciudadana capaz de hacer que el poder se sienta amenazado. Dormimos tan a gusto el sueño pastoso de la tecnocracia
Nadie se estaba manifestando para pedir un impuesto sobre el consumo de carne. Y, de aprobarse, pongamos que algo moderado, tampoco nadie tomaría la calle para revertirlo. No veremos a los vecinos del Llobregat cortando las carreteras para salvar la laguna de la Ricarda, ni a legiones de hoteleros quemando contenedores para que se amplíe el aeropuerto y vuelva hasta el último turista. Tampoco los baby boomers acabarán arrancando adoquines si les retrasan la jubilación dos años ni, claro está, sus hijos y nietos nos organizaremos en una huelga general si nos congelan los sueldos para pagar el desequilibrio demográfico. La cuota de autónomos podría subir más alto que el cohete de Richard Branson antes de que nos organizáramos para hacer algo vagamente sindical. En resumen, ninguno de los debates políticos que ahora ocupan los titulares son el resultado de una fuerza ciudadana capaz de hacer que el poder se sienta amenazado. Dormimos tan a gusto el sueño pastoso de la tecnocracia.
En la política actual no se toman decisiones, se nos informa de conclusiones tomadas previamenteEn la política actual no se toman decisiones, se nos informa de conclusiones tomadas previamente
Es la procesización definitiva del mundo, así que, como mínimo, hemos gozado de un asiento en primera fila para documentar la naturaleza de esta derrota. El procesismo es el nombre preciso que desde Cataluña podemos poner a la misma claudicación que une a todas las clases medias de Occidente. La palabra es inmejorable porque “proceso” quiere decir algo así como “postergar eternamente una decisión”, y la política actual se ha convertido en una arena donde no se toman decisiones, sino que se nos informa de conclusiones tomadas previamente en un espacio supuestamente neutral. Etimológicamente, “decisión” tiene la misma raíz que “corte” (en latín “d?c?d?re” significa “separar cortando”). La decisión política es un corte que excluye algo porque favorece lo contrario. Podemos definir el procesismo como el delirio de una política sin cortes, un proyecto para convertir el debate público en una bola de goma inmóvil y amorfa en que nada tiene costes. En la visión procesista de la política deja de existir una tensión entre “esto o aquello” en favor de la ilusión indolora de “todo a la vez”. La “o” distributiva cede ante la “y” aditiva. Win-win o barbarie. Solvencia e independencia.
La ilusión de libertad se mantiene, pero el hábito ciudadano para hacer sentir amenazado al poder se oxidaLa ilusión de libertad se mantiene, pero el hábito ciudadano para hacer sentir amenazado al poder se oxida
Pero si cuando la política nos llega lo hace en forma de gestión sin alternativa, significa que las decisiones excluyentes siguen tomándose; simplemente se toman en un cuarto oscuro que nadie está fiscalizando. La política es una confrontación pacífica, abierta e irresoluble sobre en qué consiste el bien público y qué hay que hacer para acercarse a él. La ciencia y la técnica nos pueden ayudar a determinar hasta qué punto hemos de rebajar las emisiones de CO2 si no queremos que la temperatura del planeta siga subiendo, pero solo la política puede decidir si la factura de la transición energética la pagaremos con un impuesto sobre el carburante o con una tasa sobre les grandes empresas. Hacer un corte u otro, perjudicar a este colectivo o a aquél: eso es hacer política. Cuando Macron subió los impuestos al carburante, los chalecos amarillos se dieron cuenta de que eso era política, y salieron a la calle. La calidad democrática de un Estado depende del aliento de los votantes erizando la nuca del político.
La principal lección del procesismo es que si las clases medias van de farol, no solo pierden una partida concreta hoy, sino todas las que vendrán mañana. La tranquilidad con que Pedro Sánchez reforma su Gobierno ventilando líneas maestras que lo habían definido hasta ahora, es una prueba de cómo toda la ciudadanía española, no solo la catalana, se ha procesizado. Después de años comprobado que tienen margen para hacer y deshacer sin consecuencias, los políticos están aprovechando para llenar cada metro de calma conquistada con pseudodebates que terminan en pseudodecisiones. La ilusión de libertad se mantiene, pero el hábito ciudadano para hacer sentir amenazado al poder se oxida cada día más.
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