Arte en especie
En Baleares, los cuadros se traducía en obra de hormigón, viajes internacionales, billetes de avión, fiestas y comidas
Siempre existieron extra tipos en el mundo del arte circulante, creadores en el mercado doméstico con circunstancias laterales, algunos con intereses inmobiliarios, derivadas gastronómicas, de propiedades, vida económica y privada en definitiva. Generalmente se trata de aspectos secundarios al proceso creativo pero que condiciona el rango final de la obra hecha, el impacto o recuerdo vivo de algunos de aquellos artistas.
Miguel Rivera Bagur (1919-1999) fue un interesante pintor naíf, excombatiente al lado de las tropas de Hitler en Rusia con la División Azul, en la Segunda Guerra Mundial, un artista con cierta notoriedad comercial y singularidad plástica en Mallorca y Alemania entre los años sesenta y noventa. Tuvo un marchante, Ernest Ehrenfeld, que al morir efectuó una donación altruista y de sus cuadros a Ibiza. Aún en internet fluye un mercadillo periférico de óleos de colores y dibujos con familias y árboles, bien reconocibles.
Rivera Bagur, alto y serio, tras unos primerizos cuadros negros entre tanques y trincheras del ataque de los nazis contra los comunistas soviéticos, se instaló en su estilo amable de transición casi infantil. Era de Alcúdia y un día adquirió un solar allí, junto al mar, en Bonaire, en su bahía. Normal. Ahora se ha documentado, episódicamente, que sufragó la parcela con cuadros, a plazos, obra propia, como si de letras o una hipoteca bancarias se tratara.
El pionero comercio, pago en especie con arte, el intercambio, permuta, entre particulares, siguió entre artistas, médicos, abogados y con magnitud con constructores / hoteleros por casas y talleres de artistas en Mallorca. El detalle del solar de Bonaire ha quedado desvelado por quien era propietario del terreno que pasó a manos de Rivera Bagur, Antonio Garau (1928).
Garau, un ingeniero funcionario con tres avenidas en homenaje a su nombre en el litoral de Mallorca, se convirtió así en un marchante o intermediario de artistas. El intercambio inusual, y su faz de comisionista de arte (de cada diez cuadros adquiridos a un pintor, uno era gratis para él), aparece relatado en un libro de memorias dictadas Yo, Antonio Garau. La verdad desnuda.
Garau, volcánico y más que polémico mandamás de Costas de Baleares desde los años 60, con Franco, hasta 1991, con los socialistas, cuando el exalcalde de Palma, Ramon Aguiló, logró expulsarle de su feudo, con casa de veraneo en el faro público de l’Avanzada en La Fortalesa de Pollença. En Notícies Vespre de IB3, Javi Pujol entrevistó al que fue más que inquietante protagonista de su autobiografía parcial, en la que se autorretrata en la sala de máquinas del Baleares S.A.
Garau logró una fortuna con doble actividad oficial y privada, profesional y empresarial durante más de medio siglo —reconocida y notoria en sus memorias, y coleccionó un activo circulante en cuadros, desde el tan diverso y hábil Juli Ramis (cuya producción fue comercializado por una sociedad anónima Juli Ramis S.A.) y otras firmas locales. El hombre de sus memorias fue, además, presidente del Fomento de Turismo de Mallorca (1972-1979) y obsequió Rivera Bagur al canciller de Alemania Federal, a muchos periodistas les felicitó el año con originales a tinta o litografías del artista al que permutó su solar.
A través del editor de prensa y coleccionista, Pedro Serra, Antonio Garau conoció a Joan Miró que creó y donó el cartel de promoción de Mallorca a Fomento de Turismo. En su repaso vital y con ajuste de cuentas, Garau explica que muchas veces fue a ver a Miró a quién pedía que le firmase ediciones o carteles. El pintor catalán, por el nacimiento de una hija de Garau, Catalina, le obsequió con una pintura guache, un original. Lo cuenta en el libro. En 2011, aquel Miró salió a subasta en Londres por 475.101 euros; eso no lo explica en las memorias.
Seguramente Rivera Bagur fue uno entre las varias decenas de pintores figurativos insulares que pudieron vivir bien gracias al arte, a su trabajo y el mercado, durante la dictadura y la Transición. Pero de su firma y las de casi todos los autores no quedará casi rastro en los museos, subastas y la historia. Su arte se colgó en muchas casas y despachos de profesionales y en paredes de muchos hoteles. Fue arte decorativo o patrimonial, teórica capitalización con los efectos de la economía de rápida ebullición, los réditos de caja, entre el turismo, el contrabando y las urbanizaciones.
Los propietarios coleccionistas de obras figurativas —y al final, en los 80 y 90, no tan clásicas—, confiaron en sus apuestas, creyeron que complacían sus gustos y efectuaban un depósito de valor y futuro. Fueron clientes de pintores, banqueros, contables, agentes de créditos, dueños de restaurantes, expertos esporádicos que se tornaron marchantes, asesores, mayoristas e intermediarios de artistas.
Las burbujas fueron gigantes, repetidas, y cuando estallaron las víctimas callaron en su depresión, con los bancos y cajas fundidos. Aquel arte de moda local o vistoso generalmente cotiza poco más allá del mar. Los inversores fueron contumaces en las apuestas, a decenas de obras por autor, óleos o esculturas. El ritmo personal, el flujo de la caja de los los artistas y su ego creativo se desinfló.
Aún no hace diez años, hoteleros, exbancarios y autores insulares permutaban en especie o comerciaban obras por decenas y decenas. La obra de arte se traducía en obra de hormigón, viajes internacionales, billetes de avión, fiestas o comidas. Paredes y fincas, restaurantes y naves de polígono repletas de arte doméstico.
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