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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desconfinar la libertad de expresión

Me parece una barbaridad que Pablo Hasél haya sido condenado a prisión por las cosas que ha cantado y, por tanto, hay que hacer lo posible para que salga ya

Pablo Hasel
Hasél detenido en Lleida.JAVIER MARTIN
Josep Ramoneda

La condena, detención y encarcelamiento del rapero Pablo Hasél ha puesto de relieve, una vez más, el problema que tiene España con la libertad de expresión. Es esta una pieza articular de la democracia, baremo de su calidad, y protegerla es obligación primordial de las instituciones. Si el Gobierno de izquierdas no es capaz de cambiar las inercias de los últimos años, vamos a acabar enfilando el patético destino de las democracias iliberales del Este.

El poder, por naturaleza, tiende siempre a creer que se habla demasiado y a pensar que si acomoda el espacio de lo que se puede decir se le allanará el camino, pero precisamente porque sabemos lo que les pide el cuerpo a los poderosos hay que trabajar para que no se perpetúen las políticas restrictivas. La historia pesa y en un país que viene de una tradición autoritaria, cuya alargada sombra sigue planeando sobre determinados sectores sociales e institucionales (el mapa electoral de Vox es muy ilustrativo en este sentido), parece que es difícil que se entienda que los límites a la libertad de expresión deben ser mínimos y que toda restricción acaba haciendo gangrena. Los años de Gobierno del PP han complicado el problema. Con la coartada del terrorismo y con tabús como la patria y la Corona, la legislación se ha ido radicalizando, hasta llegar al absurdo del delito subjetivo que castiga con prisión “epítetos, calificativos o expresiones que contienen un mensaje de odio que se transmite de forma genérica”.

El caso de Pablo Hasél ha coincidido con la irrupción en escena de Isabel Medina Peralta, convertida en figura estelar de un ominoso acto de homenaje a la División Azul, en el que se autoproclamó fascista y concluyó su arenga con la terrorífica consigna: “El judío es culpable”. Algunos piden la intervención judicial, aunque con cierto escepticismo, porque las actuaciones en esta materia acostumbran a estar decantadas, y la extrema derecha sale a menudo de rositas. Es difícil construir una frase más abominable que la de Isabel Medina.

Me parece una barbaridad que Pablo Hasél haya sido condenado a prisión por las cosas que ha cantado y, por tanto, hay que hacer lo posible para que salga ya. Y lo digo sin ninguna simpatía por las palabras del rapero, a menudo contaminadas de una inquietante querencia por la violencia. Pero al mismo tiempo, a pesar del asco que me provoca la señora Medina, tampoco me gustaría que la mandaran a la cárcel por lo que ha dicho (otra cosa sería por lo que pueda hacer).

Limitar la libertad de expresión no ayuda a resolver los problemas y en cambio puede servir para construir siniestras figuras de héroes, que en algunos casos, como Medina, no lo serán de la libertad sino del mal. Que cada cual diga las barbaridades que quiera es garantía de que todos podamos decir lo que queremos.

La democracia representa exactamente lo contrario de cualquier régimen autoritario: todo ciudadano puede expresarse libremente. La negación de la palabra, la condena del discrepante (al modo Nalvani) están contraindicadas. A la extrema derecha hay que combatirla, no establecer complicidades con ella (como hace la derecha española), ni prohibirla. Y, en lo posible, ningunearla. Es la fortaleza de la cultura democrática la que nos salvará y pasa por la libertad de expresión. Y por eso es urgente liberalizar la legislación española.

Un cantante entrando en la cárcel por la letra de sus canciones no es precisamente un buen mensaje que la justicia española da al mundo. Hemos aplicado la ley, dicen. Pues que se cambie ya. Todo derecho tiene sus límites en los derechos de los demás. Hay mecanismos legales suficientes para que las personas que se puedan sentir afectadas por las palabras de otro actúen en defensa de sus intereses. Las palabras pronunciadas, como todo acto social, tienen efectos y es sobre ellos que, si es necesario, habrá que actuar. Prohibir la palabra es dar por supuestos los efectos antes de que se produzcan, reduciendo un derecho fundamental de los ciudadanos.

Cuando Sartre fue acusado por distribuir la ilegalizada ”Cause du peuple”, el general De Gaulle le exculpó diciendo: ”No se puede condenar a Voltaire”. Ni a Voltaire, ni a los militantes que compartían la pacífica protesta con Sartre, la libertad de expresión es un derecho de todos, no es un privilegio de los sabios de la nación. El Gobierno de izquierdas no puede dilatar más su compromiso de cambiar las leyes en materia de libertad de expresión.


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