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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La butifarrada de la Línea 9

El metro que empezó sus obras en 2002 como un enaltecimiento de Artur Mas ha acabado siendo un ejemplo de la irresponsabilidad política de quienes no dudaron en dilapidar dinero público

Francesc Valls
El entonces 'conseller en cap', Artur Mas, posa en 2002 en el inicio de las obras de la línea 9 de metro
El entonces 'conseller en cap', Artur Mas, posa en 2002 en el inicio de las obras de la línea 9 de metroMANOLO S. URBANO

Una butifarrada popular en La Salut fue el pistoletazo de salida para la construcción de la Línea 9 del Metro. Artur Mas se paseaba radiante y triunfal por el mercadillo sabatino del barrio. David Madí, entonces secretario de Comunicación del Gobierno catalán, le insuflaba alma, autoestima y proyección política, pues manipuló encuestas a favor de su jefe. Madí actuó cual príncipe Potemkin para que al delfín de Pujol todo le sonriera aquel caluroso sábado 22 de junio de 2002 en Badalona. El escenario elegido era una zona poblada por nuevos catalanes entre los que había figurado el mismísimo Manolo Escobar. Nada mejor pues que emular al popular cantante y subirse a una excavadora en mangas de camisa. Ese día Artur Mas insistió hasta en media docena de ocasiones en que la L9 era la inversión más grande realizada en 23 años de pujolismo, con un coste de 2.247 millones de euros. La vendió también como la línea más larga de Europa. Seguro que el continente empezó entonces a mirarnos con sana envidia. Así que motivos de celebración no faltaban. Hasta media docena de inauguraciones de diversa índole se repitieron en esos agitados años de apresurada obra pública. Toda ayuda era bienvenida para publicitar al delfín de Pujol. El 20 de diciembre de ese mismo año, Mas viajó a Alemania para ver una de las cuatro tuneladoras que debían hacer realidad el milagro catalán. La eficacia germana era proverbial: la máquina fabricaba 15 metros diarios de túnel listo para colocar vías y señalización.

En un pis pas aparecerían 45 estaciones que a lo largo de 46 kilómetros harían realidad la mayor obra pública en 23 años de autonomía. El trazado entre El Prat de Llobregat y Badalona pasando por el centro de la ciudad podía figurar en el frontispicio del edificio pujolista. Lograba coser gracias al metro a la periferia inmigrante y al centro autóctono. Todo ello se haría realidad como máximo en 2007, al final de la primera legislatura triunfal de Artur Mas.

La L9 no tenía como objetivo reportar la inmortalidad a nadie, al contrario de lo que Mitterrand persiguió con la pirámide de Pei en el Cour Napoleon. Todo era mucho más prosaico. Se trataba de aupar la figura de Mas gracias al fragor de las tuneladoras que obsequiaban a la ciudadanía con la mejor línea de metro.

Pero algo se torció en esa carrera de éxito. El 20 de junio del año electoral de 2003, el entonces conseller en cap tuvo que lanzar dos veces la botella de cava contra la tuneladora “Besi”, a la que habían bautizado así porque partía de la parte de la L9 tocante al Besòs. El mal fario del doble lanzamiento se confirmó en diciembre. CiU fue desalojada del poder por el Gobierno tripartito de Pasqual Maragall.

Ahora, 17 años después de aquella veloz salida, con la L9 todavía sin terminar, un informe de la Sindicatura de Cuentas revela que hasta finales de 2016 la línea presupuestada en 2.247 millones se había comido ya 3,5 veces el presupuesto inicial y hace cuatro años ya había costado 6.916,4 millones de euros. Todo fue precipitado, una auténtica chapuza. Las adjudicaciones se hicieron a la velocidad de la luz, lo que impidió una gestión responsable. Además, sobre ese sueño de ser la envidia de Europa pesa la conocida historia de las mordidas del caso 3% para Convergència. Y es que la L9 tuvo una estación inesperada en los despachos del Palau de la Música. El metro sacudió los cimientos del coliseo lírico cuando trascendió la financiación extractiva del partido de Pujol. Ahora el informe de la Sindicatura añade algunas adjudicaciones como la que graciosamente recayó sobre una empresa de Joan Lluís Quer, quien era al tiempo presidente de Infraestructures. O sea, que la empresa adjudicadora y la adjudicataria tenían al frente a la misma persona. A Quer —como demuestra su paso por la Agencia Catalana del Agua— lo avala su gran habilidad en la colaboración público-privada sin perder de vista las necesidades del partido.

La L9, en definitiva, se acabó convirtiendo en un capítulo más de los despropósitos de la fase terminal del pujolismo. Pero, contrariamente a las expectativas suscitadas, el advenimiento del Gobierno tripartito no hizo nada por acabar con el desbarajuste. En nombre de una lealtad institucional malentendida no solo se asumió acríticamente la herencia, sino que se engordó el desvío presupuestario. La L9 no pasará a la historia como la línea de metro más larga de Europa. Probablemente se ponga como ejemplo de irresponsabilidad política de quienes no dudaron en dilapidar dinero público en algunos casos en beneficio propio.

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