La ciudad es una escuela
Colegios e institutos han reorganizado sus espacios para evitar la concentración de estudiantes, lo que ha puesto a prueba la capacidad para poder convertirlos en improvisadas aulas, como comedores o vestíbulos
La época que atravesamos parece ejercer una influencia muy poderosa en las cosas urbanas: la reformulación del tráfico, las plantas descontroladas y ahora los espacios educativos, sobre las que se habla más que nunca, son pruebas suficientes. La pandemia, unida al asunto de cuántos alumnos por clase son los admisibles, ha desencadenado una serie de acontecimientos que han obligado a repensar nuestros espacios educativos. Colegios e institutos han comenzado a reorganizar sus espacios para evitar la concentración de estudiantes en las aulas, lo que ha puesto a prueba la capacidad de algunos espacios para poder convertirlos en improvisadas aulas, como comedores, vestíbulos, bibliotecas o patios de juego. Esto por si solo ya podría ser un desencadenante de ideas y prácticas, al asociar los contenidos pedagógicos con nuevos escenarios que la inventiva de los docentes seguro ya habrá experimentado. Al mismo tiempo, y dado que muchas escuelas parecen haber llegado a su techo, la actividad educativa ha comenzado a plantearse salir de ellas y buscar lugares que reúnan las condiciones adecuadas para poder alojar estas actividades, tratando de hacer coincidir la naturaleza de los contenidos de las materias con estos espacios periféricos a la escuela de origen. A ese fin se han ofrecido por parte del Ayuntamiento de Barcelona edificios públicos como centros cívicos, polideportivos, museos o bibliotecas, que ya han comenzado a ejercer como espacios escolares auxiliares. El plan es tan ambicioso y necesario para este momento, y permite resolver tantas cosas, que merece la mayor colaboración y observarlo con el mayor interés, dada la enorme prueba de coordinación que supone.
Pero aún tenemos que añadir a estos lugares, en los que las escuelas se han dispersado, otros de naturaleza distinta, como son los parques y jardines urbanos, espacios al aire libre de algunos equipamientos públicos y fragmentos de calles. Así están las cosas, y en este punto resulta imposible no pensar en el papel que juega la ciudad en esta dispersión. Este papel no le corresponde solo porque la ciudad sea la “cantera” que suministra los nuevos espacios educativos para hacer frente a la pandemia, sino que la ciudad también provee los espacios públicos que permiten los trayectos entre la escuela y sus nuevas aulas provisionales, que se suman a los que hoy por hoy ligan la casa con la escuela. Si aceptamos que cada escuela, como cualquier edificio, tiene un “plano” que la define, no cuesta mucho aceptar que las nuevas escuelas dispersas surgidas como respuesta a la pandemia tendrán un “plano” que forzosamente coincide con el de un fragmento de la ciudad. Así tal vez puedan entenderse mejor los esfuerzos del Ayuntamiento por atender el entorno inmediato escolar, una medida que ha saltado a las noticias, ya que coincide con el interés sobre otro frente distinto, como es el del tráfico rodado. Lo único objetable de estas medidas es la demagógica terminología de combate que abusa de la palabra “pacificación”, y de la que parecen no darse cuenta que nos mete a todos en una guerra que nos sobra. Juntando pues todos los ingredientes, los que provienen directamente de la reformulación de los espacios educativos y los que provienen de las acciones sobre los espacios públicos, como el aumento de la superficie para aceras resultado de la reducción de la circulación y del estacionamiento, el plano de esta ciudad escuela aparece con más nitidez y nos dibuja una nueva ciudad educativa.
Estas reformas sobre el espacio educativo urbano tienen repercusiones aún hoy difíciles de evaluar. Tal vez cuando la crisis remita, algunas pueden desaparecer de acuerdo con la emergencia con la que se han propuesto, pero otras, como ocurrirá con el caso del tráfico rodado, tienen vocación de permanecer. Estamos pues ante un caso de reparación, en toda la extensión de la palabra, del tejido educativo que alcanza también al tejido urbano y puede contaminarlo positivamente y convertir la ciudad en un lugar cómplice con la educación. Solo quiero recordar que ahora la única complicidad que Barcelona parece haber establecido es con el tiempo libre y el ocio. Esto debería bastar para pensar en dos cosas encadenadas. Una es que, sin darnos cuenta, la ciudad se ha convertido en una ciudad terraza, y por tanto no es imposible que la ciudad se especialice. La otra es que tal vez la educación podría ser un factor que equilibrara el sentido de nuestros espacios públicos en favor de una ciudad escuela. La ciudad que estamos viendo emerger para reparar las consecuencias de la pandemia, podría aprovechar para repararse también como ciudad.
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