Unidad para retener el poder
La guerra abierta entre Junts per Catalunya y ERC hace poco creíble que puedan volver a gobernar juntos sin tensiones. Lo razonable es pensar que una victoria independentista traerá más de lo mismo


Cataluña encara unas nuevas elecciones autonómicas en un clima extraño en el que los hechos y las palabras van en direcciones contrarias. Mientras el bloque independentista se resquebraja y vuelan los puñales entre los socios de gobierno, sus dirigentes hacen votos de unidad en un discurso impostado que cada vez resulta menos creíble. Hace ya diez meses que el Presidente Torra certificó la muerte de la unidad entre Junts per Catalunya y ERC. Cuando apenas llevaba 20 meses en el cargo, el 29 de enero compareció por sorpresa en la galería gótica del Palau de la Generalitat y con tono dolido y solemne, anunció: “Esta legislatura ya no tiene más recorrido político. Ha llegado a su final. Esta semana hemos podido constatar que los socios encaramos el camino hacia la independencia de una forma que ha deteriorado la confianza mutua”. No podían seguir gobernando juntos. Reprochaba al presidente del Parlament, de ERC, haberle dejado a la intemperie al permitir que se le despojara del acta de diputado. Y por eso anunciaba nuevas elecciones.
A partir de ese momento, el distanciamiento entre Junts per Catalunya y ERC se convirtió en una guerra abierta, con zancadillas constantes incluso en la tarea de gobierno. ¿Cómo esperan hacernos creer ahora que podrán rehacer y mantener una unidad que han sido incapaces de preservar en la legislatura que termina? ¿Qué ha cambiado para pensar que los mismos que se han enfrentado hasta comprometer la tarea de gobierno se entenderán mejor después de las elecciones? Ambos reclaman unidad, pero ¿para hacer qué? De momento, para conservar el poder.
Si Puidemont encabeza la lista tendrá que explicar claro qué otro presidente vicario piensa nombrar si gana las elecciones
En realidad, los catalanes que votaron a uno u otro partido no tienen razones para pensar que, si pactan de nuevo, la nueva legislatura será distinta de la que ha terminado. Lo razonable es pensar que una victoria independentista traerá más de lo mismo. Y más pronto que tarde las diferencias de fondo volverán a emerger. Por mucho que ahora pacten una estrategia de no agresión, es del dominio público que sus estrategias son antagónicas. O confrontación o diálogo. Y las dos a la vez no pueden ser.
Lo que se dirime es la eterna disputa por la hegemonía dentro del soberanismo. Torra y Puigdemont insisten en dar a la convocatoria un carácter plebiscitario, conscientes de que solo si son capaces de resucitar el clima de polarización que les dio la victoria en diciembre de 2017 podrán movilizar a unas bases cansadas y desorientadas. Pero no está claro que esa estrategia funcione. De entrada, porque ya no se dan las circunstancias excepcionales de aquella convocatoria marcada por la aplicación del artículo 155. Carles Puigdemont podía entonces pedir el voto como una forma de reivindicar una legitimidad atropellada. Han pasado tres años y la promesa de “implementar el mandato del 1 de octubre” es un mantra cada vez más desgastado. Puigdemont ya no puede prometer que volverá si le votan, como hizo entonces, y si decide encabezar la candidatura, tendrá que explicar claro qué otro presidente vicario piensa nombrar si gana las elecciones.
El 56% de los ciudadanos cree que el Gobierno debe priorizar la gestión en lugar del conflicto político con el Estado
En el tercer aniversario del referéndum del 1 de octubre el independentismo ha estado lejos de mostrar la vitalidad que tenía: algunos actos más bien desangelados y unos cuantos contenedores quemados por grupos reducidos de activistas de los CDR no parecen credenciales suficientes para sostener una estrategia de confrontación, por muy inteligente que sea. El eslogan de “las calles serán siempre nuestras” suena como un eco lejano. Y no es solo porque la pandemia haga mella en el estado de ánimo, sino porque la realidad ha trastocado las prioridades de la gente. La última encuesta del CEO muestra un vuelco en las preferencias de los ciudadanos respecto de cuál debe ser la prioridad del Gobierno de la Generalitat. Hace un año, el 56% de los encuestados consideraba que la prioridad debía ser resolver el conflicto entre Catalunya y el Estado, y solo un 36,8 pensaba que debía priorizase la gestión de los asuntos públicos. Ahora es justo al revés: el 56,6% prioriza la gestión y el 39,9% resolver el conflicto político.
Esas prioridades casan mal con los últimos discursos de Quim Torra, en los que ha sostenido que el autogobierno es un obstáculo para la independencia. El juego está claro. La cuestión ahora es si ERC se dejará arrastrar de nuevo por la estrategia que marca Puigdemont o será capaz de plantarle cara con un discurso realista que diga claramente a los electores cuáles son sus prioridades, sin falsos cantos a la unidad. Si los electores no pueden distinguir las diferencias estrategias que separan a ERC de Junts per Catalunya, Puigdemont habrá ganado de nuevo la batalla.
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