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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sin vacaciones

Creada la angustia adecuada para que fuéramos obedientes y disciplinados, nuestros representantes descubren ahora que seguimos exigiendo lo que ya no nos pueden dar porque esto no hay quien lo pague

Josep Cuní
Primeros paseos en una de las etapas del desconfinamiento en Barcelona.
Primeros paseos en una de las etapas del desconfinamiento en Barcelona.Albert Garcia Gallego

Lejos, muy lejos quedan aquellos veranos en los que la información entraba en letargo. Más por falta de ánimo que de noticias. Lo demostraron los canales temáticos internacionales, primeros síntomas de la globalización posterior que nacieron para advertirnos de que la actualidad nunca descansa. Las catástrofes y el terrorismo se encargaron de darles dramáticas razones. Lo supimos y sufrimos en primer plano hace tres años.

Más lejos quedan aquellas imágenes típicas de nuestra canícula particular mostrando huérfanas de tráfico las largas avenidas de las grandes ciudades. Se importaba el ferragosto italiano para explicar el éxodo masivo de los urbanitas a las playas que en el caso de Barcelona no eran las propias porque, por entonces, la capital vivía de espaldas al mar.

El amplísimo sector turístico va a sufrir y un tercio de comercios va a cerrar. Pintan bastos en un país de servicios

Todo esto es pasado. Aquel tiempo de los deseos y las esperanzas sobre los que construimos las ilusiones hoy secuestradas. La primavera ya nos dejó imágenes más impactantes que curiosas fuera de época y escala. Y de ella ha emanado un periodo tradicionalmente vacacional que será lo que cada uno pueda o quiera hacer con él a expensas de las extrañas circunstancias. De momento, las encuestas advierten de que la mitad de los ciudadanos se queda en casa. Bien porque ahora no puede permitirse otra alternativa, bien porque recela de su futuro inmediato. El amplísimo sector turístico va a sufrir y un tercio de comercios, bares y restaurantes va a cerrar. Pintan bastos en un país de servicios.

Entrados ya en recesión, acabamos de saber que en un trimestre hemos perdido lo acumulado en veinte años. Otro vaticinio de lo que nos espera en el otoño de la verdad descarnada que todavía no nos han contado y que aleja una recuperación que tampoco sabemos de quién depende. El mundo metido en su espiral ha sucumbido ante un virus para el que exigimos vacuna inmediata como si la ciencia funcionara con la celeridad de la cadena de comida rápida de la esquina. Mientras, perdemos la ocasión de interesarnos por las investigaciones más prudentes y eficaces que encuentren la medicación que palíe los efectos de la pandemia en quienes la sufren. Otra dificultad añadida que evidencia que muchas de las preguntas médicas de hace cinco meses siguen sin respuesta.


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No es extraña la tensión en el ambiente. Hay tanta incertidumbre en la atmósfera como miedo en la calle. El que hemos tenido y el que disimulamos. Creada la angustia adecuada para que fuéramos obedientes y disciplinados, nuestros representantes descubren ahora que seguimos exigiendo lo que ya no nos pueden dar porque esto no hay quien lo pague. La respuesta ciudadana, en cambio, la recibirán con título de bolero: tú me acostumbraste. Y de aquel falso debate provocado sobre el falaz dilema salud o economía, se anuncia ahora la segunda parte. La que descubre que sin dinero no hay posibilidad de estado del bienestar. Y que por mucho que se espere el maná europeo, nunca será suficiente para atender las demandas que septiembre multiplicará exponencialmente.

Sobran ejemplos que demuestran la saña política del coronavirus en todo el mundo

Puestos a orillar posibilidades, ni el milagro de los panes y los peces acudirá a salvar a los catalanes, enojado como tenemos al cardenal de Barcelona, y con razón, por las críticas del president Torra a su archidiócesis a causa del funeral en recuerdo de las víctimas mortales que esperaron en vano que Dios hiciera más que los impotentes sanitarios o abandonados geriatras. Un par de centenares de personas congregadas en un recinto pensado para miles merece el repudio público de la máxima autoridad política, católico practicante, por sanitariamente peligroso. Crítica que no se ha escuchado a los concentrados acompañantes a la cárcel de los políticos condenados y legítimamente beneficiados por el tercer grado que han encontrado en la Fiscalía al colaborador imprescindible para reactivar su discurso.

No es el único ejemplo reciente en el que se ha visto claramente que no se ha mantenido la distancia de seguridad sin que las autoridades hayan pasado del recordatorio de la responsabilidad individual de la que ni hablaron antes ni aprovecharon para fomentarla. Pero el caso de la Sagrada Familia es especialmente sintomático. Han encontrado la excusa para señalar públicamente a uno de los mediadores que no consiguió lo que Puigdemont perseguía durante las semanas que vivimos peligrosamente. Fracaso compartido con todos aquellos que lo intentaron y toparon con un doble muro de intolerancia. El de las dos partes entonces en litigio y de las que el lendakari Urkullu ha empezado a dar cuenta.

Este es solo un eslabón en nuestra cadena de preocupaciones. Y ya no el principal. Sobran ejemplos que demuestran la saña política del virus en todo el mundo. “Estamos dando un espectáculo de mediocridad nunca visto”, exclamó el reelegido presidente de la Xunta. No hablaba solo de él ni de Galicia. Todos le entendieron y nadie se lo ha rebatido. Luego, este debe ser el problema.


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